lunes, 7 de enero de 2002

Las cocineras y el Poder Judicial

Para Beccaria podía ser Juez "todo hombre que no fuese estúpido ni loco, y que tuviere una cierta conexión en las ideas, con bastante experiencia del mundo". Y ciertamente, en su momento, la cultura ilustrada rechazó de modo unánime la idea del juez de profesión, optando por individuos sensatos, simples cocineras como las deseadas por Lenin para el ejercicio de los poderes públicos. Esto partía de la idea de que el legislador constituía una máquina perfecta capaz de todo prever, sus mandatos debían aplicarse a la letra pues el margen dejado a la duda era tan pequeño que podía ser resuelto con el puro sentido común. Los magistrados de carrera eran observados con recelo, podían convertirse en un poder paralelo capaz de desvirtuar las normas establecidas por las Asambleas populares.

La técnica del jurista no sería más que un instrumento dirigido a perpetuar unos estamentos corporativos celosos de sus intereses, que utilizaban la oscuridad de sus resoluciones para impedir los avances de una racionalidad que siempre es sencilla, lógica y clara. Todo esto viene a cuento en un momento en el que, de modo prácticamente unánime, la opinión pública parece escandalizada por determinadas resoluciones, como las que han revocado decisiones de algún Juez de la Audiencia Nacional, que parecen contrarias a la más mínima actitud eficiente en la lucha contra la criminalidad organizada. ¿No está claro que hay organizaciones que apoyan a Eta? ¿Cómo se pone en libertad, entonces, a sus militantes?

Los medios de comunicación parecen haber optado por las cocineras, y desde luego es evidente que en algunos casos no lo harían demasiado mal. Pero no conviene olvidar el dato elemental de que los jueces no han sido creados para eliminar la criminalidad. Esa es una tarea que incumbe a la comunidad en su conjunto, mediante los distintos procesos de "socialización", y más específicamente al aparato policial. Por el contrario, su misión es asegurar que el proceso se desarrolle conforme a reglas y dictar una sentencia justa. Somos herederos de una cultura de siglos que quiso configurar el Poder Judicial como un instrumento de garantía frente a los horrores de una justicia represiva e inquisitorial que convertía a los delincuentes en víctimas, y frente a la que no existían posibilidades de defensa en caso de error.

El Juez es un técnico del derecho cuya función exclusiva es la proporcionar justicia con independencia, es decir, con capacidad para sustraerse a las presiones que pudiere recibir de los distintos Poderes Públicos o de la misma sociedad. Toda su actuación irá dirigida a garantizar la seguridad de unos ciudadanos, que, cuando se enfrentan a una acusación penal, conservarán íntegramente su presunción de inocencia, sin que quepa adoptar medida alguna limitadora de su libertad personal o de la integridad de sus derechos en base a meras sospechas no depuradas, en cada escalón procesal, por concretas reglas producto de una investigación jurídica de siglos, que atribuye al ser humano unos derechos sagrados e inviolables que no cabe vulnerar.

Debe recordarse, aunque sea elemental, que vivimos en un Estado de Derecho, es decir, en una comunidad dirigida a limitar la arbitrariedad. Se puede legítimamente desear otra cosa, y ciertamente podrá ser más eficaz una sociedad concebida en forma diferente, en la que se convierta en culpable a cualquier ciudadano y desaparezca la presunción de inocencia. España ha conocido demasiado bien este tipo de sistemas, ¿queremos volver a empezar? Mientras nos decidamos, convendría tener en cuenta el peligro que supone deslizar críticas sistemáticas y generalizadas sobre la eficacia o la honestidad de nuestros jueces. Son seres humanos, no máquinas, y no parece muy sensato sumirlos en la desmoralización, sobre todo si se tiene en cuenta que su situación procesal les obliga a permanecer en silencio, no pueden contestar.

El miedo de los jueces puede conducir al dictado de resoluciones no con arreglo a su conciencia o las exigencias de la ciencia jurídica, sino de acuerdo a lo que exija la opinión dominante. Pero entonces habrán dejado de juzgar. Ciertamente, la justicia se equivoca, a veces gravemente. Pero siempre será mejor un magistrado que dude, que no un eficaz inquisidor




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