Le Tribun du peuple publicó el 30 de noviembre de 1795 el célebre “Manifiesto
de los Iguales”, cuyo autor era el poeta
Sylvain Maréchal, que pretendía ser la
señal de agitación de un movimiento cuyos dirigentes más destacados eran Babeuf
y Filippo Buonarroti. Ante el fracaso de los
hebertistas y la ejecución de Robespierre, intentaron llevar a su final las
conquistas de 1789. Sus tesis eran muy
simples y seductoras para las masas desposeídas: los
"malvados" impiden la felicidad de los hombres, y por su culpa los
más pobres se ven privados de los medios necesarios para subsistir. Hay un
remedio sencillo, llevar hasta sus últimas consecuencias la Revolución. Por
eso, en "El Manifiesto" se anunciará que la francesa no ha sido más
que la precursora de otra conmoción, la definitiva, "bien plus grande,
bien plus solennelle, et qui sera la dernière...", la que establecerá la comunidad
de bienes. Y, efectivamente, para amplios sectores
del pensamiento occidental los siglos XIX y XX han podido analizarse a la
manera de un proceso tendente a conseguir, por distintas vías, la igualdad de
condiciones entre los hombres.
Más
de dos siglos después, y habiéndose alcanzado efectivamente con el “Estado del
Bienestar” amplísimas cotas de justicia social y reparto de la riqueza, a despecho
de las críticas de Piketty, vivimos lo que Sylvain Maréchal calificó de manera
pomposa de última revolución, pero ya no es de carácter económico ni social
sino sexual, íntimamente unida a la “liberación” de la mujer. Se inicia en 1968 y alcanza cotas de
radicalidad hasta el estallido final de estos
momentos. La distinción entre género y sexo y la aceptación de todas las formas
de sexualidad y amor, hasta las que hace poco tiempo eran consideraras extravagantes
e imposibles de tratar con seriedad, constituye un cambio, en principio inconcebible,
de las relaciones sociales y de las formas de comportamiento individual. Bien
está lo que bien acaba, y el mismo Jesucristo instauró una religión del amor.
Pero, ¿nos damos cuenta de lo que está pasando?
Considerar simplemente
que se trata de un momento histórico de profundización de la libertad sería una
reflexión acertada pero insuficiente. Debe haber algo más, y lo cierto es que
ya había sido previsto aunque no con las características de ahora. En este
sentido, basta con analizar el pensamiento de Sigmund Freud, y el de sus
seguidores. Uno
de los grandes pensadores del siglo XX, Herbert Marcuse, filósofo y sociólogo
judío
de nacionalidad alemana, al que se adscribe como miembro destacado de la Escuela de Frankfurt, y que personalmente me
influyó en gran medida en mis tiempos “rojos”, vislumbró con la agudeza
anticipativa propia de los genios no sólo que la sexualidad es una de las
manifestación esenciales de la personalidad, ya lo había dicho Freud, también el
filósofo británico Bertrand Russell, sino
que “el instinto sexual está marcado con el sello del principio de la realidad”
porque la civilización habría necesitado siempre una rígida restricción del
placer. Y si ello fuese así, su conquista dependería exclusivamente de la
estabilidad social, el nivel educativo y, sobre todo, del desarrollo
económico.
Así lo entendía Marcuse, y ya en los años sesenta defendió
la tesis según la cual las sociedades
occidentales habrían creado los requisitos para el
surgimiento de una civilización no represiva. De ahí, la reivindicación
del “amor libre” de los seguidores de “Mayo del 68”. Cabría preguntarse si no
hay nada más. ¿No existe un problema moral? Dostoyevski escribió "si Dios no existiera, todo estaría permitido", y Sartre sacó entonces sus consecuencias: “Si Dios no existe, no encontramos
frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta. Así, no
tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los
valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas”. No tendríamos
ninguna, y nuestro comportamiento deberemos decidirlo por nosotros mismos. Pues
bien, es el momento de pensar: si Dios no existe, apriorismo que no tiene por
qué ser admitido, el hombre por sí solo debe establecer sus propios principios
y exigencias de conducta. Con la advertencia que no existe ninguna moral que
pueda abstraerse de la propia condición biológica. Si es así, las restricciones
al principio del placer han derivado hasta ahora del hecho de la maternidad.
La heterosexualidad habría sido una exigencia de la
necesidad de reproducción, es decir, de la supervivencia de la especie. Pero
cuando la humanidad no necesita o no quiere crecer deja de ser necesaria. Sin
embargo, probablemente porque voy para mayor, mis héroes femeninos han sido
siempre mujeres de las que enamorarse se llamen Daisy Miller, Ana Karenina o
Marie Duplessis. Además, sea cuál fuere la moral dominante en cada momento, lo
cierto es que las civilizaciones que dejan de crecer se hunden en la
decadencia. No sería la primera vez que ocurre, así que por la cuenta que nos
trae más valdría mantener la caduca heterosexualidad. Sería suicida que
lanzáramos al basurero de la historia al pobre Bécquer, o le convirtiéramos en
un heterodoxo de gran peligrosidad.
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