Érase una vez un país sumido en una crisis económica como nunca antes se había visto, a punto de perder importantes parcelas de soberanía, y con un notable deterioro de su prestigio internacional. Su clase dirigente, en vez de aunar esfuerzos, se dedicaba al deporte de ponerse zancadillas los unos a los otros, hundir al contrario y dedicar todas sus energías a recuperar, o mantener, el poder. No se daban cuenta que, de hecho, habían dejado de representar al pueblo y se movían por viles consideraciones de interés estrictamente personal. Para colmo carecían de altura intelectual, en el fondo porque no tenían estilo. Habían vuelto a la fase anterior a la de la firma del “pacto social”. Se habían convertido en lobos sedientos de sangre y con miedo.
Por su parte, los ciudadanos de ese país habían dejado de analizar sus problemas en términos intelectuales o ideológicos. Se habían transformado en seres morbosos dedicados a la búsqueda de sensaciones fuertes, que sólo parecían encontrar en la lectura de truculentos escándalos proporcionados por unas redes de comunicación para quienes la dignidad del ser individual había dejado de tener ningún tipo de valor. Cuanto más daño se hiciese, más posibilidades de difusión tendría cualquier noticia. También ellos se habían transformado en lobos, pero tan cobardes que sólo se alimentaban de carroña. El rigor, la seriedad y el simple respeto humano habían desaparecido para no volver.
Se trataba de un país que había destrozado todas sus instituciones: en el Parlamento ya no contendían ideas sino insultos. Además, sus miembros tenían tan poca consideración sobre su propio valor que habían accedido a las reivindicaciones más demagógicas de las masas: tenían los sueldos más bajos de Europa, se sometían a los dictados de los medios de comunicación sin la menor capacidad de análisis crítico, y aceptaban las mayores insidias contra ellos sin ninguna posibilidad de reacción. Los tribunales, por miedo, se mantenían al margen con lo que el honor había desaparecido de la política. En consecuencia, nadie de valía se arriesgaba a intervenir en ella.
Es un país poseedor de una de las civilizaciones más interesantes de la historia, con una lengua universal y unas personalidades únicas desde Cervantes a Goya: se llama España Desde hace cuatro generaciones, los miembros de mi familia se consideraron, ya fueran gilroblistas, republicanos, comunistas o falangistas, que de todo hubo, profundamente patriotas. Cuando llegó mi turno pertenecí al PCE hasta los 25 años. Desde entonces, aunque convertido en escéptico, me he sentido tan español como lo fueron mis bisabuelos. Ahora, experimento vergüenza, rabia y, sobre todo, pena.