El
gran Edmund Burke, en su célebre polémica con Thomas Paine sobre la revolución
francesa señalaba: "Se dice que veinticuatro millones de personas deberían
prevalecer sobre doscientas mil. Esto sería cierto si la constitución de un reino
fuera un problema de aritmética...La tiranía de la mayoría no es sino una
tiranía multiplicadora". Era una crítica inteligente, pues ponía de
relieve el problema real: la
Revolución pretendía dejar la sociedad en manos de los
hombres. Y, como nadie podía ser más que nadie, una vez que las explicaciones
metafísicas habían sido desterradas del juego político, todos y cada uno de los
ciudadanos de un país serían los que determinasen el futuro del mismo. El
peligro era que la inmensa mayoría se comportase a la manera de un tirano, pues
la tiranía de veinticuatro millones de personas sería mucho más efectiva que la
de uno solo. Los sucesos de la
Convención así lo demostraron y el futuro nos depararía
episodios como el alemán nacionalsocialista que pondrían, trágicamente, de
relieve que el hecho de ostentar la mayoría de votos de una sociedad no es
garantía de bondad ni de justicia.
Si es cierto lo anterior, y en principio no se puede dudar, afirmar que un determinado Estado posee un sistema democrático no es decir absolutamente nada. Los franquistas denominaron democracia orgánica a su régimen y los países comunistas se consideraron siempre como la auténtica expresión del gobierno del pueblo. ¿Qué nos diferencia entonces? Si somos políticamente correctos, contestaríamos que para reconocer la realidad de tal calificativo sería preciso no solamente la existencia de elecciones periódicas sino que las mismas fuesen acompañadas, como decía expresamente el art. 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, del reconocimiento de derechos fundamentales y de la garantía de la separación de poderes. En la inmensa mayoría de los países occidentales tales garantías y derechos son reconocidos; sin embargo, el partido nacional socialista en Alemania y el comunista de Checoslovaquia, en 1946, llegaron a alcanzar el poder en unas condiciones electorales que, teóricamente al menos, respetaban las reglas democráticas. ¿Entonces?
Se nos dirá que son sucesos pasados que no pueden
repetirse. Y será un razonamiento falso, pues hoy más que nunca parecen tener
vigencia las consideraciones de Ortega sobre unas multitudes que quieren
imponer sus deseos sobre la base exclusiva de la voluntad de la mayoría: “La
masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto”
decía. En consecuencia, si le reconocemos legitimidad para imponer sus
criterios, más pronto que tarde desaparecerán los seres independientes, es
decir, los que son capaces de formar sus juicios al margen de lo que decidan
los demás.
Pero, ¿cómo distinguir la independencia
personal de la simple locura? En la Unión Soviética, por ejemplo, muchos disidentes
de manera bien humillante eran conducidos no a los campos de concentración sino
a sanatorios mentales. ¿Y quién nos
puede asegurar que el Régimen no
tuviera razón? En la misma forma, podría calificarse de trastornado al que en
un país occidental asegurara que las opiniones de la inmensa mayoría fuesen
erradas, y las suyas las correctas. La verdad es que las democracias actuales
parten de la infalibilidad de sus premisas, pero como todas las que se han
impuesto a lo largo de la historia llegará un momento en que se demostrarán
falsas, ineficaces o superadas.
Debemos reconocer que, desde un punto de vista
estrictamente intelectual, es difícil enfrentarse con lo que está ocurriendo.
Es un problema de igualdad; si no hay nadie superior a otro, y en principio no
debe haberlo, no existiría razón alguna para rechazar la voluntad del mayor
número. Cierto, pero en su tiempo desde el Papa hasta el más vulgar de los
campesinos creyó firmemente en la existencia de las brujas, se consideraba
disparatado pensar lo contrario, y en la Ginebra calvinista nadie se vio en la obligación
de defender a Servet. En los democráticos Estados Unidos de Norteamérica, por
su parte, se desarrolló la histeria anticomunista del senador McCarthy, que era jaleado por la inmensa mayoría de su
población.
En el fondo, se trata de una cuestión psicológica: la dictadura más
eficaz es la que lleva al ánimo de cada uno de los ciudadanos la ilusión de que
participa del poder, aunque sea una convicción fraudulenta e interesada. Es lo
que puede ocurrir hoy cuando se nos hace pensar que vivimos en el más perfecto
de los Estados de Derecho. Desde el momento en que los ciudadanos consideran,
sin sombra de matiz, que sus valores son los legítimos, y los demás dañinos, el
peligro del totalitarismo vuelve a resurgir.
Y cuando nadie puede hablar sobre las cuestiones esenciales que marcan
la personalidad de una sociedad, desde las identitarias a las sexuales, es
posible que ya nos encontremos con una dictadura perfecta. Pero si lo decimos
puede que estemos locos.
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