Macbeth decía que “la vida es un cuento contado por un
idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido”. Se le olvidó
señalar que en ese cuento existe buena dosis de crueldad, producida en
ocasiones por inquisidores y chivatos de todas clases. Lo que se pone bien de
manifiesto actualmente en las incidencias del enjuiciamiento penal, que ya no
lo hacen los jueces sino los tribunales populares. Creemos que la Inquisición española
fue suprimida en 1808 por José Bonaparte, y nos movemos en la tranquila
convicción de vivir en un Estado de Derecho
del que habrían desaparecido los sambenitos. La sociedad ya no necesitaría preocuparse
de la vestimenta de sus pecadores, ni invertir suma alguna en capirotes u otros
adornos infernales. Seríamos el resultado de una civilización basada en el
concepto de una dignidad reconocida por la Constitución de 1978
en su artículo 10.
En realidad, lo
anterior no es cierto, la
Inquisición suprimida es la institucional, pues, si prestamos
atención a lo que ocurre en los Palacios de Justicia, podríamos concluir que su
espíritu no ha desaparecido, permanece, y con mayor eficacia. La proscripción
de la tortura nada significaría, existen medios más eficaces para conseguir la
humillación de los delincuentes, y su eliminación del espacio público sin
necesidad alguna de burda violencia. Los sistemas inquisitoriales aseguran la
cohesión social, atribuyendo los más rechazables defectos a las personas que
quieren excluir: durante siglos fueron los herejes y las brujas. Reginald
Scot, en un libro escrito en el siglo XVI, describe a estas últimas en la
siguiente forma: “Son, por lo general, viejas, lisiadas, legañosas, pálidas, desgreñadas
y llenas de arrugas; pobres, hoscas, supersticiosas…Encorvadas y deformes, sus
rostros reflejan melancolía para horror de todos los que las ven. Chochean,
gruñen y son rabiosamente malévolas”. El pecado las convertía en feas,
repulsivas incluso, y el mundo estaba lleno de ellas. Arthur Miller advirtió “la necesidad del Diablo como
arma para obligar a someterse a una determinada iglesia o estado-iglesia”, que
ahora es la inmensa mayoría de la población.
Los "chivos
expiatorios" han acompañado desde siempre la historia de la humanidad,
basta con remontarse a los primeros cristianos. Es un hecho notorio, ¿no pone
Girard como ejemplo prototípico al mismo Cristo? El fenómeno puede explicarse
desde la psicología de masas cuando "vastas capas sociales se hallan
enfrentadas a unas plagas tan terroríficas como la peste o a veces a otras
circunstancias menos visibles. Gracias al mecanismo persecutorio, la angustia y
las frustraciones colectivas encuentran una satisfacción vicaria en unas
víctimas que favorecen la unión en contra de ellas, en virtud de su pertenencia
a una minoría mal integrada". Lo cierto es que, en pleno siglo XXI en la Europa moderna, malignas
brujas vuelven a volar en el horizonte. Algunas de ellas francamente
sorprendentes desde que se las señala con el mismo grado de ignorancia y
superstición utilizado en los tiempos “antiguos”. Las personas destacadas por
su relieve económico o social, incluso por la mera diferencia cultural, se
convierten en seres dignos de toda sospecha. El “poderoso”, aun cuando no
pudiera determinarse con exactitud en qué consiste su poder, empieza a inspirar
el mismo o parecido recelo que las brujas y los herejes. Lo que varía es su
tratamiento represivo, antes era la hoguera, ahora bastará con su
desenmascaramiento y la exclusión
El político corrupto,
en la práctica todos pueden serlo, pues todos son observados bajo el estigma
del pecado, se ha convertido en el nuevo chivo expiatorio con lo que
imposibilitamos la función política. Y ha sido la opinión pública aliada con
los jueces la que se está encargando de ello. En un apasionante trabajo de
Antoine Garapon se señalaba que “en los últimos años, se ha visto a la prensa
aliarse con la justicia contra la política. El tercer poder y el cuarto, la
justicia y la prensa, se conjuran contra los dos primeros, el ejecutivo y el
legislativo, pagando el precio de una inquietante complicidad”. Se trata de una
peligrosa alianza, que se está convirtiendo en el único poder real. La
jurisdicción penal va a ser así devuelta al pueblo, es decir, en la práctica a
los medios de comunicación que decidirán
en función de sus propios criterios.
¿Por qué el enjuiciamiento del político genera
tanto interés? En gran parte por ignorancia, pues un amplio sector de la
población sigue creyendo que los titulares de los poderes clásicos tienen
facultades, medios e instrumentos que no poseen los demás. En la realidad, su
control se ha hecho absoluto en una medida que los convierte en seres tan
vulgares como el resto de sus conciudadanos. Confluyen también razones
derivadas de nuestro profundo inconsciente: somos animales que queremos
derrotar al macho dominante, experimentamos morbosa satisfacción en ello. Hay
que destruir a los que destacan, y de ello podemos dar fe en Andalucía en
juicios politizados como los de los ERE, sin culpa alguna del tribunal que
conoce del “juicio oral” pero con el riesgo de que presiones externas irresponsables,
también sorprendentes por su origen, puedan anular la igualdad de armas de los
acusados y su sagrado derecho a la defensa.
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