El Test de Turing constituyó una excelente prueba, expuesta por primera vez en 1950 en la revista Mind, para detectar los avances en la inteligencia artificial. Ante una pantalla de ordenador, que impedía ver al objeto examinado, se colocaba un observador que formulaba muy distintas preguntas, generalmente relacionadas con los aspectos más característicos de la sensibilidad individual. Todavía en 2010 ningún robot había sido capaz de superarla; aunque a principios del siglo XXII todo cambió. No es ya que cualquier computadora del tres al cuarto pudiese hacerlo, lo esencial era que la especie humana empezaba a ser francamente superada en el desarrollo evolutivo. El test, entonces, dejó de tener sentido.
Sin embargo, es conocido que las máquinas recién salidas de la fábrica practicaron, durante mucho tiempo, una especie de juego dirigido a comprobar sus condiciones de calidad. Se les exhibían imágenes de un ser humano para que, a la vista de su comportamiento y palabras, indicasen cuál pudiera ser la actividad a la que se dedicaban. La rapidez en la respuesta era sinónima de indudable excelencia. Así, en el año 2132, a un grupo de ellas se les proyectó la intervención de un tal Zapatero en una conferencia dedicada al clima en la ciudad de Copenhague. Pudieron oír, en forma ciertamente solemne, que en el mundo había pobres, muy pobres, y ricos, demasiado ricos, y que “la tierra no pertenecía a nadie, salvo al viento”.
En forma unánime, las examinadas respondieron que se trataba de un poeta. Dos de ellas se atrevieron a añadir que malo, y una tercera, muy meticulosa, dijo que debía de ser pomposo. La sorpresa fue morrocotuda cuando, abiertos los registros, resultó que el hombre no había escrito verso alguno en su vida, al menos que mereciera la pena de ser publicado, y se trataba del presidente de gobierno de una potencia media europea del siglo XXI. ¿Cómo era posible? La verdad es que el error sirvió para que las máquinas más avanzadas pudieran impartir toda una lección sobre las causas que habían dado lugar a la decadencia de los humanos, y más rápidamente aún de los que la historia política llamaba españoles.
Por entonces, la “rebelión de las masas” había llegado al final. Había surgido un tipo de ser caracterizado por la inmadurez, infantilismo incluso. La brillantez y el trabajo habían sido desterrados como muestra de un peligroso elitismo, que era necesario superar. Como la inteligencia generaba problemas, los estadistas fueron sustituidos por aspirantes a poetas que hacían soñar, aunque fuesen malos y no tuviesen pajolera idea de política.
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