Probablemente, el ejemplo más fascinante de la física cuántica es el experimento del “gato de Schrödinger”. De manera bien resumida, consiste en colocar un animal de esa clase en una caja cerrada con un dispositivo químico que, si se rompe, y existe un 50% de posibilidades de que así pase, provoca instantáneamente su muerte. Pero no hay manera de saber lo que ocurrirá, por eso los científicos señalan, por paradójico que pudiera parecer, que hay que considerar al gato un 100% vivo y un 100% muerto. A la vista de ello, Stephen Hawking afirma, con escepticismo, que “no se pueden predecir los acontecimientos futuros con exactitud si uno no es capaz de medir siquiera el estado del universo con precisión”. Y es que si un gato puede estar vivo y muerto a la vez es que no tenemos la menor idea de lo que nos rodea.
Sin embargo, las cosas son más fáciles de prever cuando los elementos utilizados son todos negativos, se metan o no en una caja. Así, se cuenta que unos viajeros por el tiempo observaron como, en el año terráqueo de 1978, los habitantes de un Estado denominado España decidieron aprobar una organización territorial por la que se concedía autonomía política a la totalidad de las regiones que la componían. En el fondo, lo hicieron para eludir el dilema que representaban las dos únicas realidades nacionales que existían en su seno: las de Euskadi y Cataluña, sin ser conscientes de que, por falta de previsión o irresponsabilidad, iban a generalizar el problema.
Hubo quien se dio cuenta; así el primer presidente de una Comunidad llamada Andalucía afirmó que su único objetivo era aproximar el poder político al pueblo; es más señaló que la palabra andalucista le molestaba y que él se consideraba “españolista”, concepto que los visitantes no llegaron a captar. Lo que sí pronosticaron es que todo aquello iba a terminar muy mal, pero como no les concernía siguieron su camino. Entre tanto, los años pasaron, y cada una de esas comunidades no solamente creó su respectivo Parlamento y Consejo de Gobierno, intentó configurar también un poder judicial independiente. Abrió delegaciones, algunas de ellas auténticas embajadas, en el extranjero y rivalizó en comparar su pretendida identidad nacional con la de los demás, todas ellas, al parecer, mucho más relevantes que las del propio Estado.
El tiempo transcurrió, y, picados por la curiosidad, nuestros viajeros decidieron volver. Se encontraron con el resurgimiento de los “reinos de taifas” que, según se informaron, habían existido ya en la península. El problema era ahora que ninguna ellas se entendía, y se enzarzaban en querellas ridículas y pintorescas. España había vuelto al medievo, y eso que jamás había dominado la cuarta dimensión.
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