Los europeos actuales, al menos quienes nacimos antes de la caída del muro de Berlín, hemos experimentado el trauma de un universo marcado por las experiencias del holocausto, la locura nazi y el gulag. La lucha por la centralidad parlamentaria no estuvo guiada, entonces, por la aséptica racionalidad como desde la propaganda se pretendía. Se trataba de algo más, constituyó una reivindicación moral, por mucho que la idea de moralidad sonase a burdo prejuicio. Es verdad que el Parlamento, frente a lo que pretendería un fundamentalista, tiene una realidad contingente. Surgió para atender a las necesidades de un determinado momento histórico y puede desaparecer. Lo malo es que, por imprudencia de unos y otros, o simple ignorancia, aceleremos su final cuando no existe nada que pueda sustituirlo.
Durante un tiempo, la labor de los diputados se consideró tan esencial que se estableció, incluso, el instituto de la inmunidad para protegerlos, lo que impedía que fueran sometidos a juicio sin autorización de la Cámara a la que pertenecían. Actualmente se considera un simple anacronismo, sin tener en cuenta que su razón de ser era evitar que la formación de la voluntad popular pudiera alterarse si no se contaba con la opinión de todos los representantes del pueblo. El Parlamento constituía el único valladar frente al totalitarismo, y había que defenderlo. Poco a poco, las técnicas de organización y funcionamiento del Legislativo están perdiendo su credibilidad, se las tacha incluso de periclitadas. Bien está que las desmitifiquemos siempre que seamos conscientes que, hoy por hoy, constituyen la última garantía de la libertad, no hay otras.
Es verdad que los ciudadanos somos iguales ante la ley, que los abusos deben eliminarse y que el periodismo de investigación alumbra las zonas oscuras que propician la impunidad; según los norteamericanos el sol sería el mejor de los desinfectantes. Nada de ello es óbice para desear que la lucha política se desarrolle con respeto a la dignidad que merecen todos y cada uno de los ciudadanos, también los representantes del pueblo. Debe haber un límite entre la crítica fundada al político corrupto y la satisfacción obsesiva del interés morboso de los que sólo quieren el escándalo y la destrucción de la personalidad. Entre otras razones, por la elemental de que suponen un público que no está interesado precisamente en los aspectos más profundos del debate de ideas, no merecen la pena.
Si no se establecen distinciones, llegará un momento en que los que estamos cansados, y mucho, de la falta de solidez de nuestra clase política, empecemos a estarlo también de la prensa, la crítica por la crítica no es lo que quería Stuart Mill. De todo esto reflexionaba el otro día con Fuensanta Coves, nuestra honesta Presidenta del Parlamento.
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