martes, 16 de junio de 2009

La verdad del acusado

Un espléndido artículo de Gómez Marín me hace reflexionar sobre las declaraciones en juicio. Nicolau Eymeric, en el siglo XIV, al establecer las reglas del procedimiento ante el Santo Oficio señalaba: “Lo primero dirá el inquisidor al reo que jure a Dios y a una cruz que dirá verdad en cuanto le fuere preguntado, aunque sea en perjuicio propio”. Si no lo hiciese, o existiesen sospechas de falsedad, cosa nada rara porque “los herejes son muy astutos para disimular sus errores”, todos los medios serían lícitos para obtenerla, incluso la tortura: el catálogo de ellas ha sido de lo más variado hasta tiempo bien recientes. Parecía ridículo que el pecador pudiese alegar derechos frente al Todopoderoso, llámese Dios o Estado. El hecho se había cometido o no, lo demás serían sutilezas.

El ordenamiento jurídico estaba construido sobre bases muy simples: las cosas, sobre todo cuando se trata de juzgar, son blancas o negras, los matices sólo sirven para enredar. Sin embargo, los hechos del hombre no son unívocos, pueden obedecer al mismo tiempo a muy distintas causas. En consecuencia, los Estados de Derecho ofrecen a cada uno la posibilidad de ofrecer su versión. Los totalitarismos religiosos o políticos han entendido siempre que la verdad es única, cuando no lo es. Si se quiere actuar con un mínimo de justicia, los acusados en un proceso penal deberán gozar de la posibilidad de presentar su propia interpretación.

Escandalizarse por la consagración de un pretendido derecho a mentir es absurdo, entre otras cosas, porque muchas veces nadie miente, cada uno tiene su propia visión aunque sea bien contradictoria con la de los demás. Como reacción frente a las autoritarias sociedades del pasado, la Constitución española ha establecido el derecho, no propiamente de mentir, sino de defensa y de no confesarse culpable. En consecuencia, en el curso de su declaración, el acusado puede alterar la verdad, falsearla a la medida de sus intereses, y el ordenamiento jurídico no podrá reaccionar. Es el resultado del reconocimiento de la dignidad del ser humano, que podrá justificar su yo, por muy grave que pudiese ser la conducta imputada.

Cabe volver atrás, a sociedades en las que el criminal carezca de derechos. Si así fuese, ¿qué garantías tendríamos frente a quienes nos acusasen falsamente de delitos basados en hechos parcialmente reales, pero explicados a la medida de sus torcidas interpretaciones? La posibilidad de ofrecer la propia versión, siempre interesada, es la última garantía de la libertad. Si no se reconoce, en vez de jueces, existirían comisarios políticos obsesionados por el crimen.

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