Hace unos días, en Lübeck, en la iglesia de la Marienkirche, pude observar en un panel una reproducción de unas pinturas que existieron en el coro de la misma, desde el siglo XV hasta su destrucción en la guerra. Se trata de unas conocidas escenas en la que doce personajes, cada uno de ellos cogido de la mano de un esqueleto, parecen bailar grotescamente. A pesar de su indudable belleza, la impresión que debían producir era de puro y simple miedo. Constituían un ejemplar más de las denominadas danzas macabras que proliferaron en Europa occidental a todo lo largo del medievo, siempre me interesaron.
La más célebre de todas fue la de los Inocentes, de París. La misma, como nos cuenta Johan Huizinga, fue la representación más popular de la muerte que conoció la Edad Media: “Riendo sarcásticamente, con el andar de un antiguo y tieso maestro de baile, invita al Papa, al emperador, al noble, al jornalero, al monje, al niño pequeño, al loco y a todas las demás clases y condiciones, a que la sigan". No hay nadie que se libre. Era un mundo en el que, como recordaba un relato de la época, desde las cercas de los cementerios, escritos situados junto a horripilantes calaveras advertían a los vivos que por allí se aventuraban: "Lo que sois lo fuimos nosotros, lo que somos también vosotros lo seréis".
No puede obviarse, desde luego, la influencia que ejerció en la psicología colectiva la denominada peste negra. Como nos enseña cualquier enciclopedia, se trataba de "una plaga de los tiempos antiguos, que dio lugar a pandemias. Es quizá la enfermedad infecciosa que se ha cobrado mayor número de víctimas en la historia de la humanidad". Así, la de 1348, procedente de Crimea, se extendió por los países mediterráneos y la Europa central y nórdica hasta llegar a las islas británicas, abatiendo a cerca de un tercio de la población occidental. No existía ningún tipo de remedio médico y su rápido avance hacía pensar en la cabalgada de la Muerte en triunfo, a la manera popularizada en cuadros e imágenes, desde Brueghel hasta El Bosco.
En los tiempos modernos, los avances de la medicina y el desarrollo de los psicofármacos parecen habernos concedido momentáneos respiros, no demasiados, pues como decía el genial Albert Camus lo único real es que los hombres mueren y no son felices. Ciertamente, Fukuyama se ha atrevido a pronosticar que la biotecnología nos aportará en las dos generaciones próximas las herramientas que nos liberen de la muerte y la enfermedad. Hay quien ha dicho que eso significaría “abolir los seres humanos como tales”, pues la angustia sería su nota característica. En lo que a mí respecta, prefiero renunciar de antemano, y solemnemente, a dicha condición por muy provechosa que pudiera ser.
No hay comentarios:
Publicar un comentario