Nací en el año 1952, pertenezco a una generación que está
jubilándose ahora y que, en gran medida, vivió acomplejada frente a los países
europeos más desarrollados. Al ser de Tánger, ciudad de carácter internacional,
percibí la superioridad que los franceses nos manifestaban. Me llegué a
convencer de que el problema era de carácter político: la pervivencia del
régimen franquista, que había sido apoyado por los regímenes derrotados de
Alemania e Italia, sería el motivo real
del rechazo. La Constitución de 1978 supuso, en consecuencia, una liberación
psicológica. Ya éramos iguales, y más cuando nos integramos en la Unión
Europea, todo al fin se habría normalizado. De hecho, nuestros hijos
carecen de género alguno de complejo
frente a sus amigos de “Erasmus”. Sin embargo, hay veces que las dudas me
asaltan: ¿es normal que los tribunales europeos nos estén dando tantos
bofetones y que Inglaterra, aun con Brexit, parezca tener más influencia que
nosotros?
Kenneth Clark, profesor de la Universidad de Oxford y uno
de los grandes historiadores del arte del siglo XX, consiguió la consagración
internacional al publicar su libro Civilisation: A Personal View,
traducida y editada en España por la prestigiosa Alianza Editorial. Se trata de
un libro que leí con enorme interés en los años ochenta. Lamentablemente, al
iniciarlo, me encontré que en su prólogo se incluía lo siguiente: ”Cuando uno
se pregunta qué ha hecho España por ampliar la conciencia humana y colaborar al
progreso de la humanidad, la respuesta es menos clara. ¿Don Quijote, los
grandes santos, los jesuitas de América del Sur?”. Esta duda le lleva a omitirnos
de su estudio sobre la civilización, terminando su análisis con la afirmación
de que España ha sido sencillamente España, lo que no puede resultar más
ofensivo. Basta con recordar que somos
la tierra de Velázquez, Goya y Picasso para contestar a una estupidez de ese
género. Y si se considera que el arte por sí solo no implica civilización,
podemos exhibir, ya desde el siglo XVI, la Legislación de Indias con su
reconocimiento de la humanidad de todos los seres e idéntica necesidad de
protección por el poder político, lo que los anglosajones tardaron en hacer.
¿Existe entonces un rechazo hacia España? Si uno visita
Bruselas, se encontrará fácilmente con el monumento a los duques de Egmont y
Hornes “asesinados por las tropas españolas”, según así se indica.
Personalmente, es verdad que los dos holandeses con los que recuerdo haber
tenido un diálogo iniciaron la conversación hablándome del Duque de Alba, y no
es ninguna broma. En el fondo, existe un problema real perteneciente al mundo
de los sueños y las ideas, por tanto a la psicología colectiva de los pueblos,
a sus mitos. La Europa que conocemos se formó en lucha contra España. No es
sólo el caso de Holanda y Bélgica, cuya nacionalidad no puede entenderse sin su
rebelión, también el de la moderna Italia y los países luteranos. El “rêve d’avenir partagé” que, según Renan,
caracteriza la formación de una nación, consiguió realizarse mediante la
creación de un enemigo monstruoso contra el que luchar: los demonios del
mediodía, es decir los españoles.
La civilización española, en su época de mayor esplendor,
no puede entenderse sin su defensa del Antiguo Régimen, y las cualidades de
carácter superestructural, en el sentido marxista, que la caracterizaban:
aventura, excepcionalidad, sentido del honor, orgullo, virilidad, defensa de la
Iglesia, magia…siempre presentes en nuestro arte, literatura y en la forma de
comportarnos como nación. Todo lo contrario de lo que impulsaron los países
luteranos y, en general, los que en Occidente alumbraron el mundo contemporáneo.
Para ellos, en la forma que preconizaron las declaraciones revolucionarias de
los siglos XVIII y XIX, la felicidad constituía un derecho fundamental de todos
los hombres al mismo nivel que la vida y la libertad. El desarrollo se
convirtió en su objetivo, la racionalidad y secularización en sus instrumentos.
Así, necesitaron destruir las justificaciones ideológicas que se les oponían y
que en gran medida habían constituido nuestras banderas.
Turquía aspiró a ingresar en la Unión Europea, y al ser
rechazada ha empezado a desarrollar la idea de volver a sus orígenes: los que
la convirtieron durante siglos en la mayor potencia del mundo mediterráneo. De
hecho, su influencia cada vez es mayor. Nosotros tuvimos la opción de mantenernos fuera de la UE, varios dirigentes
hispanoamericanos, recuerdo a Fidel, nos lo pidieron expresamente. Teníamos una
posición privilegiada en América, pero también en el mundo árabe que
desgraciadamente hemos perdido. En Europa, en cambio, ni siquiera nuestra
lengua tiene suficiente peso y para la cultura francesa siempre seremos un
rival. ¿Cuál habría sido nuestro destino de haber optado por otra dirección? Y
digo todo esto porque, sea uno de izquierdas o de derechas, ser patriota es amar a tu Patria en el
sentido de Azaña, desde nuestra querida Cataluña a Vejer de la Frontera.
¡Hola! Soy del 53 y compañero y amigo de tu hermana Dorila. Si no lo has leído, creo que le debes dar un vistazo al libro "Imperiofobia y leyenda negra" de María Elvira Roca Barea. Trata el tema de este artículo sin complejos y de manera bastante neutral (ni patriotera ni derrotista) y "empata", valga el término deportivo, las "maldades" españolas con las de otros europeos, de manera que ayuda bastante a superar complejos históricos que cada vez tienen menos sentido. Otra cosa es acabar con la propaganda y los tópicos (de unos y otros) que llevan siglos funcionando. ¡Salud!
ResponderEliminarGracias por tu comentario.Elvira Roca es excepcional. Un fuerte abrazo. Plácido
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