Desde que lo que llamamos ciencia desplazó a
la superstición, sabemos que tarde o temprano nuestro universo, también el
conceptual, se extinguirá. Es muy fácil
de comprender: el niño avanza hacia la vejez y muere, nada se puede hacer para
impedirlo. Los imperios, las civilizaciones, incluso los dioses, se han
sucedido los unos a los otros por mucho que se hayan creído únicos e
irrepetibles. Y si todo lo que conocemos está condenado a la desaparición, ¿qué
decir del hombre? No es extraño que el sentimiento religioso haya acompañado a
nuestra especie. En el salmo
penitencial De profundis se exclama
con pasión: “Desde lo más profundo grito a ti, Yahveh: ¡Señor escucha mi
clamor! ¡Estén atentos tus oídos a la voz de mis súplicas!” Por desgracia,
nunca se ha recibido una contestación, al menos de manera clara. Puede que
estemos absolutamente solos sin que nadie se preocupe por nosotros.
Para huir de la
nada, hemos soñado con permanecer a través del recuerdo. El sacerdote egipcio
Manetón, en plan épico, señaló: “Después de los dioses y los semidioses, vino
la primera dinastía con ocho reyes. Menes fue el primero. Condujo su ejército a
través de la frontera y se ganó la gloria”. Como él, los grandes de este mundo
han querido vivir para la eternidad, y sólo han dejado un montón de piedras. El
sumerio Gilgamesh se consolaba diciendo: “Pero si caigo alcanzaré la fama. Y la
fama será eterna”. ¡Pobre iluso!, a todos nos espera el polvo y el olvido. Es
cierto que muchos de los héroes de la antigüedad han conseguido que sus hazañas
fueran conservadas en escritos, papel, pápiro, o tableta de arcilla da igual,
no destruidos al cabo del tiempo, lo que constituye una venturosa excepción.
Pero lo que transmiten nunca corresponde con la realidad, es falso. Siempre se
producirá una distorsión aun cuando fuera favorable, pues son infinitos los
matices que ofrece la personalidad individual, y en la memoria sólo quedarán
algunos, que además pueden haber sido interesadamente elegidos. El ser de carne
y hueso que existió en un momento y lugar determinado desaparece para siempre,
no es posible reconstruirlo. Al menos, así lo hemos creído.
Muy recientemente, sin embargo, parece que la inmortalidad
empieza a abandonar los terrenos de la religión y la poesía para convertirse en
una posibilidad avalada por la ciencia, recomiendo leer el fascinante libro
Homo Deus, de Yuval Noah Harari. De hecho, y según noticias de agencias
periodísticas del mes de febrero de 2014, "el director de ingeniería de
Google, Ray Kurzweil, cree que la humanidad tendrá las claves para trascender
los límites de su biología tras la década del 2030, cuando los 'nanorobots'
incorporados en el cuerpo humano permitirán combatir enfermedades". Dichas
declaraciones las habría realizado "durante una conferencia de 'The Wall
Street Journal' en California (EE.UU.)", aunque las anticipó en un libro
publicado en 1999 bajo el título The age
of spiritual machines. No es demasiado sorprendente, Francis Fukuyama ha
pronosticado que la próxima revolución tendría un carácter químico y biológico.
Pero, ¿sería realmente
el ser humano el que alcanzaría la inmortalidad? Es verdad que resulta perfectamente
posible sustituir un riñón o cualquier otro órgano por un dispositivo mecánico.
Bastaría con ir reparando las averías que se presentasen en cada momento para
aspirar a durar tanto como el mismo universo, a menos que un fenómeno natural
más poderoso nos aniquilase por completo. Entonces,
¿no somos más que un ordenador con algo que llamamos conciencia que podría
implantarse también en ellas?
Estamos en un momento evolutivo trascendental en la
historia del animal llamado hombre. ¿Qué somos? Albert Camus, después de decir que
lo único cierto era que “los hombres mueren y no son felices”, añadía: “El hombre es la
única criatura que se niega a ser lo que es, sería capaz de rebelarse contra su
ser. Mientras que el animal sigue fatalmente los impulsos de la naturaleza,
nosotros los rechazamos”. Lo que no quiere decir absolutamente nada porque
podemos simplemente soñar que lo hacemos. Lo que realmente nos distingue es
nuestra angustia personal, Descartes no tenía razón al aseverar, como una premisa de la ciencia, su
célebre “pienso, luego existo”. Debía haberlo sustituido por “sufro, tengo
miedo, luego existo”. Esa angustia, que desgraciadamente también sentía el
robot de 2001. Una odisea del espacio,
y nos puede destrozar el argumento, es lo que define nuestra humanidad.
Unamuno lo expresó con desgarro: "No quiero morirme, no; no
quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo,
este pobre que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el
problema de la duración de mi alma, de la mía propia". La angustia ante la muerte se expresa en
formas muy diversas, conlleva miedo al dolor y a lo desconocido, pero también a
la soledad con que debe afrontarse. Queremos durar para toda la eternidad y
necesitamos una madre que nos cuide y nos ame. Mientras las máquinas no la
tengan, siempre nos envidiarán y el recuerdo del hombre pervivirá durante
siglos, al menos así lo soñamos aunque irremediablemente pueda ser falso.
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