Todas las generaciones se convencen de que se
aproxima el fin de los tiempos, las creencias que daban solidez a sus vidas van
desapareciendo una tras otra, y el miedo
surge. ¿Cuántas veces se ha asegurado que los bárbaros están a la vuelta de la
esquina? Muchísimas, y hasta ahora nunca ha sido así. Lo que ocurre es que las
personas llegadas a cierta edad contemplan cambios vertiginosos y profundos que no son
capaces de comprender, entre otras razones, por la elemental de que carecen de
la vitalidad necesaria para adaptarse a ellos. Así, para personas
nacidas en los años treinta, cuarenta o cincuenta, ¿cómo explicar las
transformaciones producidas en materia de género, globalización o igualdad
social? Un provecto caballero de más de ochenta años es normal que considere
algo infernal, por ejemplo, la extensión de la homosexualidad o el lesbianismo.
Desde la “corrección política” se nos dirá que es una cuestión de tiempo y
educación, la muerte despeja el camino a otros seres que percibirán las cosas
con la normalidad derivada de las eternas leyes de la evolución, hasta que
también se hagan viejos y vuelta a empezar. Bien triste todo, desde luego…
Sin embargo, lo anterior no es cierto o no lo es
completamente, pues si lo fuera no hubiera tenido lugar la caída de Roma, o
habría significado bien poco. Los episodios históricos de ruina de una
civilización son desgraciadamente frecuentes. Y la realidad es que en este
momento vivimos una transformación revolucionaria, que probablemente será un
tránsito necesario hacia otra cosa, pero que implica la decadencia real del
mundo occidental, aunque no sea en la misma forma, algo pesada literariamente
hablando, que previó Spengler. Es verdad que aceptar esa denominada “decadencia
de Occidente” te convierte, a los ojos de unas masas bienpensantes, y algo
aborregadas por qué no decirlo, en un individuo algo extravagante y sin
duda reaccionario. Me arriesgo a esos
calificativos y, por hoy, me limitaré a
señalar un aspecto de la misma, la relativa al arte, que es esencial
para conocer el estado actual de nuestra civilización.
¿Subsiste el arte en Occidente? Para contestar,
quiero narrar una historia bien curiosa a la que se refirió José Luis Pardo en
su excelente ensayo Estudios del malestar.
En 1917, el mecenas y promotor cultural A. Stieglitz convocó una exposición en
su galería de la Quinta Avenida de Nueva York, abierta, a la manera parisina
del “Salón de los Independientes”, a los creadores libres y antiacademicistas.
Marcel Duchamp, considerado ya entonces como un auténtico genio,
decidió contribuir con un urinario, como lo oyen, un simple y feo urinario,
pero de manera modesta lo presentó bajo el seudónimo de Richard Mutt, de
Filadelfia. Después de analizarlo precavidamente de todas las maneras posibles,
los vanguardistas, que no dejaban de ser respetables organizadores, decidieron
que aquello era lo que era: un urinario, no podía ser aceptable y lo mandaron a
la basura. Cuando Marcel Duchamp se enteró, no sólo montó la de “Dios es
Cristo” sino que arrojó a la más humillante de las tinieblas al pobre
Stieglitz, que fue tildado de inculto y adocenado burgués por los papanatas que
existen en todo tiempo y lugar. Para colmo, tuvo que buscar la obra en el depósito
de residuos de la ciudad y nadie sabe si realmente la llegó a encontrar.
Se trata de un hecho histórico que demuestra que el
Arte no es otra cosa que lo que los entendidos quieren que sea, y si son bobos,
muchas veces lo son, vamos aviados. Por otra parte, hay una cuestión puramente
técnica que es preciso tener en cuenta en la actividad artística de los dos
últimos siglos, su decadencia no es más que la estricta consecuencia de la
aparición de la fotografía que “produce una deshumanización de la pintura y la
escultura que derivan hacia métodos no figurativos y, en definitiva,
abstractos", como inteligentemente señalaba Ortega y Gasset en La deshumanización del arte. Desaparece
así la necesidad de reflejar con perfección manual los contornos de la realidad.
Los seres originales e imaginativos acuden entonces a explicar la
naturaleza de otras maneras, incluso
puramente mentales. Los impresionistas
fueron los primeros que conscientemente
se dieron cuenta, y experimentaron con los complejos juegos que se producían en
las interacciones entre mente, vista y luz.
Lo
que llamamos arte no es más que creación, que no tiene por qué expresar la
belleza de Boticelli o los autorretratos de Durero. Puede ser también fea,
basta contemplar la Predicación del Anticristo, de Luca Signorelli, en ella se ve al Demonio aconsejando al Anticristo. Es
horror puro y simple, pero conceptualmente nadie duda de su genialidad
simbólica. Umberto Eco explicó que la cuestión es seguir un canon, a la manera
del que desde el siglo IV a.C estableció Polícleto, en el que se encuentran
establecidos las proporciones conceptuales, que pueden incluir sadismo,
satanismo, moralidad, belleza y otras casi infinitas, por las que se puede
juzgar una obra. Cuando no se ve más que una lata de refresco o un niño
defecando, y ni un atisbo de inteligencia, el arte ha desaparecido y queda la
decadencia. Ciertamente, la astucia comercial puede presentarla como lo que no
es y las masas podrán creérselo.
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