jueves, 6 de septiembre de 2018

El arte de la decadencia. ABC de Sevilla



Todas las generaciones se convencen de que se aproxima el fin de los tiempos, las creencias que daban solidez a sus vidas van desapareciendo  una tras otra, y el miedo surge. ¿Cuántas veces se ha asegurado que los bárbaros están a la vuelta de la esquina? Muchísimas, y hasta ahora nunca ha sido así. Lo que ocurre es que las personas llegadas a cierta edad contemplan cambios vertiginosos y profundos que no son capaces de comprender, entre otras razones, por la elemental de que carecen de la vitalidad necesaria para adaptarse a ellos. Así, para personas nacidas en los años treinta, cuarenta o cincuenta, ¿cómo explicar las transformaciones producidas en materia de género, globalización o igualdad social? Un provecto caballero de más de ochenta años es normal que considere algo infernal, por ejemplo, la extensión de la homosexualidad o el lesbianismo. Desde la “corrección política” se nos dirá que es una cuestión de tiempo y educación, la muerte despeja el camino a otros seres que percibirán las cosas con la normalidad derivada de las eternas leyes de la evolución, hasta que también se hagan viejos y vuelta a empezar. Bien triste todo, desde luego…

Sin embargo, lo anterior no es cierto o no lo es completamente, pues si lo fuera no hubiera tenido lugar la caída de Roma, o habría significado bien poco. Los episodios históricos de ruina de una civilización son desgraciadamente frecuentes. Y la realidad es que en este momento vivimos una transformación revolucionaria, que probablemente será un tránsito necesario hacia otra cosa, pero que implica la decadencia real del mundo occidental, aunque no sea en la misma forma, algo pesada literariamente hablando, que previó Spengler. Es verdad que aceptar esa denominada “decadencia de Occidente” te convierte, a los ojos de unas masas bienpensantes, y algo aborregadas por qué no decirlo, en un individuo algo extravagante y sin duda  reaccionario. Me arriesgo a esos calificativos y, por hoy, me limitaré a  señalar un aspecto de la misma, la relativa al arte, que es esencial para conocer el estado actual de nuestra civilización.

¿Subsiste el arte en Occidente? Para contestar, quiero narrar una historia bien curiosa a la que se refirió José Luis Pardo en su excelente ensayo Estudios del malestar. En 1917, el mecenas y promotor cultural A. Stieglitz convocó una exposición en su galería de la Quinta Avenida de Nueva York, abierta, a la manera parisina del “Salón de los Independientes”, a los creadores libres y antiacademicistas. Marcel Duchamp, considerado ya entonces como un auténtico genio, decidió contribuir con un urinario, como lo oyen, un simple y feo urinario, pero de manera modesta lo presentó bajo el seudónimo de Richard Mutt, de Filadelfia. Después de analizarlo precavidamente de todas las maneras posibles, los vanguardistas, que no dejaban de ser respetables organizadores, decidieron que aquello era lo que era: un urinario, no podía ser aceptable y lo mandaron a la basura. Cuando Marcel Duchamp se enteró, no sólo montó la de “Dios es Cristo” sino que arrojó a la más humillante de las tinieblas al pobre Stieglitz, que fue tildado de inculto y adocenado burgués por los papanatas que existen en todo tiempo y lugar. Para colmo, tuvo que buscar la obra en el depósito de residuos de la ciudad y nadie sabe si realmente  la llegó a encontrar.

Se trata de un hecho histórico que demuestra que el Arte no es otra cosa que lo que los entendidos quieren que sea, y si son bobos, muchas veces lo son, vamos aviados. Por otra parte, hay una cuestión puramente técnica que es preciso tener en cuenta en la actividad artística de los dos últimos siglos, su decadencia no es más que la estricta consecuencia de la aparición de la fotografía que “produce una deshumanización de la pintura y la escultura que derivan hacia métodos no figurativos y, en definitiva, abstractos", como inteligentemente señalaba Ortega y Gasset en La deshumanización del arte. Desaparece así la necesidad de reflejar con perfección manual los contornos de la realidad. Los seres originales e imaginativos acuden entonces a explicar la naturaleza  de otras maneras, incluso puramente mentales.  Los impresionistas fueron  los primeros que conscientemente se dieron cuenta, y experimentaron con los complejos juegos que se producían en las interacciones entre mente, vista y luz.

Lo que llamamos arte no es más que creación, que no tiene por qué expresar la belleza de Boticelli o los autorretratos de Durero. Puede ser también fea, basta contemplar la Predicación del Anticristo, de Luca Signorelli, en ella se ve  al Demonio aconsejando al Anticristo. Es horror puro y simple, pero conceptualmente nadie duda de su genialidad simbólica. Umberto Eco explicó que la cuestión es seguir un canon, a la manera del que desde el siglo IV a.C estableció Polícleto, en el que se encuentran establecidos las proporciones conceptuales, que pueden incluir sadismo, satanismo, moralidad, belleza y otras casi infinitas, por las que se puede juzgar una obra. Cuando no se ve más que una lata de refresco o un niño defecando, y ni un atisbo de inteligencia, el arte ha desaparecido y queda la decadencia. Ciertamente, la astucia comercial puede presentarla como lo que no es y las masas podrán creérselo.


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