Durante siglos, hemos vivido en la convicción de que todo
se repite hasta la eternidad. A la manera de Siddharta, “siempre se volvían a
sufrir las mismas penas”, nos hemos sentido barqueros viendo pasar el agua
mientras el río permanece. De manera bien expresiva y hermosa lo ponía de
relieve el Eclesiastés: “Lo que fue, eso será; lo que se hizo eso se hará. Nada
nuevo hay bajo el sol. Si hay algo de que se diga: <Mira eso sí que es
nuevo> aun eso ya sucedía en los siglos que nos precedieron”. Simplemente,
todo tendría su momento: “su tiempo el nacer y su tiempo el morir”, y vuelta a
nacer y a morir. Muchas veces, se ha puesto el ejemplo de los campesinos
europeos cuya vida permaneció intacta, salvo las incidencias estrictamente vitales
de muerte, peste y guerra, desde los tiempos de Cristo hasta esencialmente
comienzos del siglo XX. Pero si nuestra identidad no cambia, ¿qué somos
realmente y hacia dónde vamos?
Uno de nuestros más
grandes filósofos, Unamuno, en su célebre “Del sentimiento trágico de la vida”,
señaló: “Nadie quiere ser olvidado porque nadie quiere morir”…"no quiero morirme, no; no quiero, ni
quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre
que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de
la duración de mi alma, de la mía propia". La angustia ante la muerte se
expresa en formas muy diversas, conlleva miedo al dolor y a lo desconocido,
pero también a la soledad con que debe afrontarse. Todas se experimentan individualmente,
pues cada uno las percibe en función de sus circunstancias psicológicas; pero son
consecuencia de la puesta en peligro del impulso de supervivencia que
colectivamente poseemos como especie. Es decir, somos seres que queremos vivir,
no otra cosa implica la reproducción, y era el amor a la propia individualidad
lo que quería mantenerse.
De
todas maneras, hubo que esperar al Renacimiento para poder colocar al hombre en
el centro del universo, antes la proximidad de la muerte y la idea de finitud lo habían impedido. Así el
gran arquitecto León Battista Alberti dirigiéndose soberbiamente, a sí mismo y
a todos los seres humanos, había proclamado: "A ti ha sido concedido un
cuerpo más gracioso que el de otros animales, a ti la facultad de realizar movimientos
aptos y diversos, a ti sentidos agudísimos y delicados, a ti ingenio, razón y
memoria como un dios inmortal". Tales cualidades las habría poseído desde
siempre, también en el medievo, pero es solamente ahora cuando puede tomar
conciencia de ello. A partir de entonces, la idea de originalidad y diferencia
es lo que va a marcar el destino del ser humano, seríamos únicos e
irrepetibles. La Ilustración y el liberalismo acentuarían la idea de que el
objetivo de toda sociedad es potenciar al máximo la propia personalidad, es
decir, el alma individual. Rousseau lo expresó con ingenuidad en “Les
confessions”: "Yo sólo yo. Siento mi corazón y conozco a los hombres.
Estoy hecho de modo distinto a cualquier otra persona que yo conozca; diría,
incluso, que no hay otro en el mundo como yo. Quizá yo no sea mejor, pero al
menos soy diferente".
La
idea de originalidad, manifestada en el deseo de vivir en forma diferente y
reproducirse, se repetiría eternamente. Las sociedades podrían nacer,
consolidarse y morir para luego renacer en un continuo retorno. Pero el deseo
hegeliano de ser reconocido y valorado siempre permanecería. Pues bien, vivimos
un momento revolucionario: por primera vez da la impresión de que el ser
individual va a ser sustituido. Muchas veces se ha hablado del cerebro
colectivo que poseen determinadas especies animales. Y no es necesario recordar
la fascinación que las abejas ejercieron sobre intelectuales de todas las
épocas, recuérdese en este sentido “la fábula de las abejas” de Mandeville. ¿No
será ese cerebro más eficiente que el nuestro personal? No es nada extraño encontrarse
con relevantes ingenieros informáticos que señalan la posibilidad de que el
hombre consiga la inmortalidad en el curso de este mismo siglo. De acuerdo,
teóricamente podríamos vencer la enfermedad pues siempre es posible sustituir
un órgano viejo o enfermo. Igualmente, la mente puede ser reparada de manera
química como ahora hacen ya de manera primaria los ansiolíticos. ¿Y el alma?
A
lo mejor es una falsa alarma, pero lo cierto es que la idea de originalidad de
los ilustrados se está revelando como muy peligrosa. Si destacas, te señalas
ante los demás y, tarde o temprano, serás eliminado. De manera elemental,
podemos poder un ejemplo: el de los presidentes de gobierno de nuestra
democracia. A Suárez le destrozaron el corazón, Calvo Sotelo fue despreciado
como insípido, al brillante Felipe González quisieron llevarlo a la cárcel, por
su parte Aznar y actualmente Rajoy son objeto de todos los odios. Exceptuamos a
Zapatero porque la forma de liquidarlo ha sido subrayar su propia bonachona inanidad.
Si observamos la vida pública en nuestros días, se impone una conclusión: lo
mejor para evitar problemas es encerrarte en casa. Lo malo es que un cerebro
colectivo constituido por la totalidad de nuestros compatriotas no es garantía
alguna de seguridad, dan miedo y muchas veces expresan odio.
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