Cuentan las crónicas que un buen día del año 2010 el rey Gervasio I decidió proponer a sus súbditos un pacto para superar la aguda crisis que venían padeciendo. La verdad es que se trataba de un país un poco chapucero; la idea no procedía de ningún especialista financiero ni tampoco de un prestigioso catedrático de estructura económica sino de la nuera del monarca, que presumía de su conocimiento de la realidad social, como consecuencia, quizá, de los enfrentamientos que mantenía con un periodista del corazón, llamado Leñafiel, que la traía por la calle de la amargura. Sus continuas críticas le habrían proporcionado experiencia sobre las miserias de este mundo y la idiosincrasia de sus paisanos, por lo que se consideraba capacitada para más altos menesteres que los derivados de sus protocolarias obligaciones como esposa del heredero.
De todas maneras, la ocurrencia no podía ser más brillante pues contribuía a mejorar el prestigio de la Corona, bastante maltrecho desde que Gervasio se había dedicado a ir mandando callar a la gente, y sus familiares empezaran a entrar y salir de museos de cera como si perteneciesen al mundo de la farándula. Por otra parte, un pacto de esa índole contribuiría a reforzar el carácter simbólico y arbitral que parecía corresponder a la alta institución monárquica. Aunque la nuera estaba encantada, no se dio cuenta de que el país era una auténtica jaula de grillos, tampoco de la mezquindad y mala fe que constituían, desde siempre, notas características de su clase política. Así, contra lo que esperaba, la idea fue recibida con sospecha por unos y otros.
Para la oposición, se trataría de una trampa en un momento en que las encuestas le auguraban un cercano triunfo electoral. ¿Por qué habrían de sacar las castañas del fuego a sus enemigos? Y, para el Gobierno, aceptar un pacto implicaba tanto como reconocer que por sí mismo estaba incapacitado para resolver el problema. Pero como hubiera sido de mal tono rechazar la propuesta, decidieron crear un comité. Eso sí, como nadie tenían ningún interés, lo formaron con personas que no tenían la más pajolera noción de economía, con lo que la cosa terminó con declaraciones altisonantes sobre la buena voluntad de los unos y la perfidia y mala fe de los contrarios, y todos se quedaron tan frescos.
En el fondo, lo que ocurría es que los partidos de ese país estaban tan obsesionados con el poder, que no prestaban el más mínimo cuidado a las necesidades reales de los ciudadanos. No es extraño, si se tiene en cuenta que las crónicas nos siguen diciendo que por aquel tiempo la política constituía una mera carrera profesional de la que dependían el futuro y la estabilidad económica de los militantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario