En mi ciudad, Tánger, estaba fuera de toda duda que las personas sensibles no podían ser alegres. Es más, se consideraba que la inteligencia estaba reñida con la frivolidad. No sé si era una consecuencia del fatalismo árabe que nos rodeaba, o influencia del espíritu existencialista que los franceses, cuyo protagonismo cultural era indudable en la época, nos hacían sentir. De ahí que crecí en un mundo en el que a la manera de Albert Camus se pensaba que el suicidio constituía el único problema filosófico verdaderamente serio. En general todas las personas que me marcaron en la infancia, aunque poseedoras de un notable sentido del humor, eran singularmente tristes.
Hasta tal punto era así que la locura gozaba de evidente prestigio; lógico si se tiene en cuenta que era la manera más rápida de evadirte de las circunstancias. De hecho, para mis abuelos la genialidad era la marca más característica de la demencia. Y no era nada extraño que sus conocidos más cercanos, desde el propietarios del bacalito de abajo hasta el eminente doctor judío que nos atendía, estuvieren más para allá que para acá, por muy genios que pudieran ser. Hoy día, en cambio, nos hemos hecho enormemente vulgares, y ya no hace falta volverse majara para resistir las desgracias de este mundo. Basta con tener una cosa que los expertos, como Luis Rojas Marcos, autor de un libro sobre la materia, llama espíritu de resiliencia.
Se trata, dicen los psiquiatras, de la capacidad de salir indemne, incluso reforzado, de las calamidades y situaciones adversas que a lo largo de su vida puede sufrir cualquier persona. ¿Y si fuera genética esa virtud? ¿Qué haríamos los demás? Los especialitas entienden que todos podemos educarla mediante el cultivo de hábitos como la amistad, el ejercicio, los proyectos…Yo recomendaría algo muy cercano a la locura pero que no comparte su esencia: los sueños. Decía Arthur Clarke que por cada hombre que en el mundo ha existido brilla una estrella en el universo. Es imposible de demostrar, casi con toda seguridad es falso, pero inspira deseos de belleza: los mismos que durante miles de años experimentaron los homínidos al observar el firmamento, en medio de una total oscuridad, lo que pudo impulsarles a transformarse y progresar.
En mi opinión, es esencial también compartir sentimientos de amor hacia tus hijos y la pareja, por eso recomiendo, por muy juvenil que pudiera ser, la obra de Jostein Gaarder “La joven de las naranjas”, o el libro “La carretera” de Cormac McCarthy, mucho mejor que la película posterior. Resistir para salvar a un hijo, como hace el protagonista, constituye un motivo realmente hermoso para vivir.
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