Un delicioso relato de Dai Sijie, “Balzac y la joven costurera China”, nos cuenta la historia de dos estudiantes, de una familia de la incipiente burguesía, que son enviados durante la Revolución Cultural a realizar trabajos forzados para conseguir su reeducación en una aldea del interior. Las duras condiciones en que se hallaban pudieron ser aliviadas mediante la lectura de las obras completas del autor de “La Comedia humana”, que encontraron por casualidad entre los restos de una arruinada biblioteca. Como es natural no llegaron a conocer, ni les hubiera interesado, que el escritor aseguraba que su estilo lo depuraba mediante la lectura diaria de dos artículos del Código Civil francés. No es nada extraño si se tiene en cuenta que la inteligencia se demuestra mediante la precisión de lo que pretendemos definir oralmente o por escrito.
La codificación europea intentó ordenar la sociedad con el auxilio de la razón, lo que suponía la utilización de un lenguaje que se expresara mediante normas sencillas y claras. El resultado alcanzó tal calidad que constituyó un modelo a tener en cuenta incluso para quienes quisieran aspirar a la belleza literaria. Desde esta mentalidad, hubiera sido incomprensible pensar que en la España del siglo XXI un precepto de una Ley aprobada en una de nuestras Asambleas, cuya referencia exacta omito por elementales necesidades de discreción, contuviese el siguiente texto: “El productor o la productora se responsabilizará de que el minorista y la minorista proporcionen los bienes al consumidor y consumidora en condiciones de seguridad”. Sus autores se lucieron, a esto se le llama perfección estética… Balzac se hubiera desmayado.
¿Cómo es posible redactar así? El problema no es que escriban mal, es que reflejan su incapacidad para definir la concepción del mundo que pudieran tener, si es que alguna tienen. Cabría una explicación muy manida: La caída del muro de Berlín habría eliminado la lucha ideológica. Occidente habría terminado de edificarse, y ya no existiría nada nuevo que regular. Estaríamos en el mejor de los mundos que tanto deseaba Pangloss. En consecuencia, las leyes ya no son necesarias, y bastaría con meros reglamentos de desarrollo se les diese el nombre que se les diese; ya no hay que buscar la excelencia. Aunque fuera así, a sus redactores habría que exigirles un mínimo de claridad de ideas, que es tanto como decir de educación.
Hubo un tiempo en que al Parlamento se le consideró el Dios de la Ciudad, pues, según Rousseau, sólo los que reúnen las marcas de la divinidad, y la empanada mental no era una de ellas, serían capaces de dar leyes a los hombres. Pero si los ilustrados asistiesen a una sesión de la Carrera de San Jerónimo pensarían que el Diablo estaba haciendo todo género de perrerías, el mundo seguiría en tinieblas y confuso.
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