Víctor Hugo contaba la historia de un poeta que, deambulando por París, empezó a ver una legión de tullidos, leprosos y tuertos pululando por su alrededor aparentemente sanos. Sorprendido, preguntó: “¿Dónde estoy que veo a los ciegos que ven y a los cojos que andan”. En la Corte de los Milagros, le contestaron. La misma respuesta debería recibir si se encontrase, en la España de hoy, con las consejerías de una Comunidad convertidas en nidos de espías, almacenando los pecadillos financieros o de cama de los rivales de turno, o con la Asamblea Legislativa devenida coso taurino, jaleando a un ministro con gritos de “torero, torero”. ¿Y si viese a los predicadores dedicados a la magistratura?
Sea producto de una intervención milagrosa, o no, nuestro país ofrece un espectáculo bien extraño, se diría que ridículo. A veces algo peor, pues el fenómeno de una audiencia que se deleita cuando unas menores, acompañadas de sus dignas mamás, narran las incidencias de su relación con asesinos especialmente sanguinarios, rebasa todos los calificativos. Es de sobra conocido que Ortega advirtió que las sociedades que carecen de proyectos eligen las personas menos preparadas para dirigirlas, ya sea en el pensamiento, la comunicación o la política. La responsabilidad no es de ellas sino de quienes las eligen.
De manera muy correcta, expulsamos a los drogadictos de la convivencia cuando, en realidad, estamos presos de la mayor de las adicciones: la del consumo indiscriminado de espectáculos bien morbosos, vulgares y cotillas, sobre todo si sirven para confortarnos con la seguridad de la propia normalidad. Ciertamente, si la vida se transforma es un circo, lo más cómodo será asumir el papel de pasivos televidentes. Además, si no intervenimos, evitaremos la posibilidad de convertirnos en culpables protagonistas. El riesgo estriba en que, poco a poco, sin apenas darnos cuenta, el “1984” de Orwell se habrá instalado confortablemente entre nosotros, de hecho, de manera más grosera ya lo está.
Herbert Marcuse denunció que "una ausencia de libertad cómoda, suave, razonable y democrática, señal del progreso técnico, prevalece en la civilización industrial avanzada”. A lo mejor es el destino de la humanidad y, dado que todo el mundo quiere el bienestar, el cuento habría terminado bien, podríamos dedicarnos al sueño eterno. Pero una condición es imprescindible: que nadie sea capaz de parar la máquina de la felicidad porque, en otro caso, habiendo desaparecido las personas capaces de pensar, nos espera un angustioso despertar. Como ya nada se puede hacer, más vale que nos durmamos con el tenis, es más estético.
No hay comentarios:
Publicar un comentario