Reflexionando el otro día sobre la última ocurrencia de Bibiana Aido, recordé, siempre es bueno hacer incursiones por la antropología, que Lévi-Strauss había señalado que el nacimiento de la sociedad había sido la consecuencia de un triple proceso de intercambio: el de bienes, el de palabras y el de mujeres, pero este último habría sido, con diferencia, el más importante. Habrían impedido el estado de guerra continua entre parientes, contribuyendo a desarrollar lazos de afectividad y solidaridad entre grupos anteriormente rivales. La civilización no hubiera sido posible sin ellas; se trata de algo que nunca ha sido puesto en cuestión.
En la época de la Ilustración, de la que la historia occidental actual es deudora, se pensó que los hábitos intelectuales del buen gusto, el arte y la conversación constituían los únicos instrumentos serios para conseguir la felicidad, a la manera que le gustaba preconizar a Madame de Châtelet. Y así, en los elegantes salones parisinos, especular sobre el sentido de la vida, los distintos artículos de La Enciclopedia, o los asombrosos descubrimientos que día a día se iban realizando se puso de moda. Se trataba de un espectáculo estético dirigido por las mujeres más sensibles de su tiempo, basta con observar el maravilloso retrato de Madame de Sorquainville, obra de Perronneau, para constatarlo.
La inteligencia y la sensibilidad eran un producto de la feminidad, y en plena revolución francesa la deslumbrante girondina Madame Roland seguía dirigiendo uno de los clubs más influyentes del momento. Sin embargo, cuando los energumenos de la Vendée y las potencias reaccionarias pusieron cerco a las conquistas democráticas tuvieron que ser los feroces y bigotudos montagnards quienes salvasen a Francia. Ciertamente, en esta materia toda preocupación es poca pues el hombre es un ser frágil, mucho más que la mujer. Nuestro excepcional cronista de Indias, Cieza de León, desgraciadamente tan poco estudiado por sus compatriotas, realizó en el siglo XVI un sorprendente estudio de antropología al analizar las causas por las que los varones incas habían dejado de procrear: al destruirse por culpa de la conquista su visión del mundo, habían perdido toda su seguridad vital, no supieron cuál era su exacto papel, y dejaron de estar interesados en vivir.
Todas las civilizaciones que en el mundo han sido, al llegar a la cúspide, desarrollan caracteres tradicionalmente atribuidos a las hembras, se convierten en femeninas. Lamentablemente, siempre ha ocurrido cuando los bárbaros estaban muy cerca, en los mismos umbrales de la frontera. Y hoy día, si el Islam integrista llegase a triunfar, siglos de lucha por la igualdad de la mujer, por el triunfo de sus valores de ternura, delicadeza y profundidad se esfumarían sin rastro.
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