¿Por qué
está Iñaki Urdangarín en la cárcel? Se nos responderá que por incidir en la
comisión de actos tipificados en la ley como delitos. Y será verdad, por lo menos
en parte, pero nuestra sociedad ha demostrado que Pascal tenía razón cuando
decía que “la piedad no es una virtud española”. Somos crueles y demostramos,
una y otra vez, que el comportamiento inquisitorial nos acompaña. De hecho, el Consejo de la Suprema y General Inquisición no fue impopular; reflejó muy bien nuestra manera de
ser. Torquemada, el primer Inquisidor General de Castilla y Aragón, desempeñó
un papel que le venía impuesto: asegurar la cohesión de una sociedad que tras la Reconquista carecía de
una identidad común, pues había demasiados moriscos y judíos. La Inquisición no
fue ajena a los sentimientos del pueblo, al contrario, sirvió a sus
necesidades. Si Torquemada ocupara un lugar especial en los infiernos, no
estaría solo, le acompañaría la inmensa mayoría de una sociedad a la que
representaba muy bien.
Los inquisidores han expresado
siempre la maldad del alma humana, disfrutan con el sufrimiento de los demás, y
la culpabilidad ajena les sirve para ocultar sus propias responsabilidades. Es
lógico que busquen “chivos expiatorios”,
la mayoría de las veces personas carentes de posibilidades de defensa: los
judíos por ejemplo. Fueron eternamente señalados porque constituían una minoría
fácil de aislar, y peligrosa por distinta en costumbre, aspecto y religión. Se
no dirá que Urdangarín carece de dichos atributos, y no es cierto puesto que
pertenece a un sector de la población más aborrecible actualmente que el de los
judíos: el de los poderosos, sobre todo si son conectados con la desigualdad
más tópica, la de la “sangre impura” de la realeza. En Francia, donde la
Inquisición adoptó formas revolucionarias, Louis
Antoine de Saint-Just, el “arcángel de la guillotina”, uno de los más
brillantes líderes de la Convención, afirmó que “los reyes nunca son
inocentes”. Una contundente frase destinada a la inmortalidad, en la forma que
tanto gustaba a los jacobinos. En la práctica sirvió para que la condena a
muerte de María Antonieta se fundamentase en acusaciones tan deleznables como
la de haber incurrido en incesto con el delfín. Se quería la muerte de la
familia real, las exigencias de un proceso justo se convertían en meros obstáculos.
Todos
incluso los reyes somos inocentes. La sociedad de hoy, como la de otros
tiempos, disfruta con la ejecución de los “privilegiados”, una simple muestra
de su envidia y crueldad. Vichinsky ha sido sustituido por un fiscal más cruel:
la opinión pública, a todos nos alcanzará. Urdangarín lleva unos meses en la
cárcel, le quedan años. ¿Y de qué es culpable? En el fondo, pura y simplemente
de haberse comportado como un niño malcriado, torpe e incompetente. Se nos
alegará que ha incurrido en graves actividades delictivas que, mediante
sistemas de arquitectura financiera y utilización de poder e influencias, han
producido un grave quebranto de la hacienda pública, es decir, se habría quedado
con nuestro dinero. La realidad es que nada de eso hubiera sido posible sin una
complicidad generalizada. Todo el mundo quería quedar bien con él, y además
creyeron que hacían lo que debían. La culpabilidad fue social, como lo fue en
el caso de las brujas, los herejes y los comunistas. La sociedad necesita “autos de
fe”, espectáculos teatrales para disfrutar sádicamente del dolor de los demás
y, al mismo tiempo, olvidarse de sus problemas. Si las hogueras, que de manera
tan extraordinaria pintó Berruguete, pudieran de nuevo avivarse en las plazas
públicas miles de nuestros conciudadanos acudirían a regocijarse con el castigo
de los “malvados”, que lo serían por tener más dinero, belleza o inteligencia
que ellos, o simplemente por pertenecer a la realeza como en este caso. Es
cierto que muchas personas son condenadas por nuestros tribunales, muy pocas
con una penalidad tan infame como la del seguimiento obsesivo de la prensa.
La opinión publicada no ha tenido ningún interés por la verdad ni por la batalla
de ideas, sólo ha perseguido el morbo y el escándalo porque ha creído que es lo
único que podía ser cotizado en el mercado, ha renunciado a pensar. Lo que
domina es la búsqueda de la destrucción de la personalidad: hoy le tocará caer
a uno, mañana a otro y, poco a poco, todos quedaremos marcados por los
sambenitos del Santo Oficio. Si el Infierno de Dante tuviera realidad, allí
deberían estar nuestros modernos Torquemada. Para colmo, los que participan en
el espectáculo, incluso en el terreno procesal, se exhiben en los “medios” como
si hubieran sido protagonistas de una hazaña cuando lo único que han hecho es
destrozar a una persona, y a su familia, que todo el mundo ha sido consciente
desde el principio que iba a ser condenada.
Lo triste, a diferencia de lo que con estulticia se cree, es que lo que
se ha hecho con Urdangarín es propio de la peor “reacción”, nunca de personas
buenas y progresistas que siempre deben estar con los perseguidos.
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