Sin necesidad de
profundizar en Sigmund Freud, la sociedad española debería plantearse sus
propios complejos de culpa así como las técnicas de proyección que buscan
chivos expiatorios en los demás. Se nos pretende hacer creer que Franco fue
enterrado por una minoría de carácter fascista impuesta por la fuerza. Es falso
de toda falsedad, fue llevado al Valle de los Caídos acompañado de una
pesadumbre y angustia generalizada. España entera, con la honrosa excepción de
Vizcaya y Guipúzcoa, hubiera votado en unas elecciones libres por el
franquismo, incluso en Cataluña habría sido muy dudoso que las urnas arrojaran
un resultado a favor de opciones democráticas. Bien nos dimos cuenta, a
principios de 1971, los jóvenes que salimos
de la prisión de Sevilla, después de una nada acogedora estancia derivada de
nuestra militancia en la organización universitaria del Partido Comunista de
España. Todavía recuerdo el rechazo y la desconfianza que generábamos entre los
que nos rodeaban.
Uno de los grandes
estadistas españoles del siglo XX, Manuel Azaña, el 18 de julio de 1938, a punto ya de perder
la guerra, pronunció un bello discurso en el Ayuntamiento de Barcelona, en el
que pedía a todos los españoles que pensaran “en los muertos y que escuchen su
lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando
magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra
materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor”. Ochenta años después, todavía
el perdón parece resultar una palabra maldita y el odio se mantiene, volvemos a
la sórdida técnica de los profanadores de tumbas. Los propios españoles que lo
enterraron, sus hijos y nietos parecen querer olvidarse de su responsabilidad. Por desgracia, nuestro país
asumió el franquismo con la valerosa excepción de los exilados, los
combatientes que murieron en la guerra o en el maquis y una minoritaria oposición,
que no necesita justificarse removiendo huesos de nadie.
Igual que en Francia
donde al inicio de la segunda guerra mundial el “colaboracionismo” fue
mayoritario, en España el 18 de julio no hubo simplemente un golpe de Estado,
que lo hubo, sino una guerra civil en la que
la mitad de la población se enfrentó contra la otra. Es sencillo de
constatar, basta con analizar los resultados electorales de febrero de 1936.
Ciertamente, lo mejor de nuestra sociedad estuvo al lado de los republicanos
sobre todo si hablamos desde la
literatura, de Arturo Barea a Max Aub y desde Antonio Machado a Sender.
Las ideas y la belleza se encontraron al lado de los vencidos, pero los que
triunfaron eran también España, no se puede obviar máxime cuando, por desgracia
y superados los años cuarenta, llegaron a convivir muy aceptablemente con el
sistema.
¿De qué sirve
desenterrar cadáveres a la manera morbosa con que se hizo en la iglesia de
Saint Denis, en plena revolución francesa? Para nada; a las pirámides no hace falta destruirlas, lo
hace el tiempo sin necesidad de violencia. Y sirven como recuerdo del
comportamiento de los antepasados, si Franco murió en la cama fue porque
nuestra sociedad lo aceptó muy bien. La exhumación de tumbas es algo horrible,
y a veces cobarde y tétrico.
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