jueves, 19 de abril de 2018

Delatar no es informar ABC Sevilla


Vivimos convencidos de haber establecido una sociedad basada en las libertades informativas y de expresión, es decir, en el debate público de las ideas y las opiniones cuando en realidad lo que hemos hecho es facilitar el trabajo de ruines delatores. Lo que ocurre actualmente no tiene nada que ver con lo que pretendieron los ilustrados y los viejos revolucionarios burgueses. El artículo 11 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 26 de agosto de 1789, nos decía con la contundencia romántica propia de la época que: “La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre. Todo ciudadano puede hablar, escribir, imprimir libremente con la salvedad de responder del abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley”. Como reacción a las tinieblas propias de los “siglos de la oscuridad”, se aspiraba a lograr una “verdad”, religiosa y profana, sólo accesible mediante la información.

El secreto sería literalmente pecaminoso, y así decía Thomas Paine que “las naciones no pueden tener secretos, y lo que las cortes, igual que los individuos, guardan en secreto son siempre los defectos”. Por eso, el Juez Brandeis del Tribunal  Supremo de los Estados Unidos señaló que “la luz del sol es el mejor de los desinfectantes”. El pensamiento revolucionario si quiere triunfar debe rodearse de belleza y ampararse en fascinantes doctrinas.  Los partidarios del establecimiento de un “marketplace of ideas” lo supieron hacer, contaron con la aportación de autores como Stuart Mill: “la opinión que se intenta suprimir mediante la autoridad puede muy bien ser verdadera. Quienes desean suprimirla niegan, naturalmente, su verdad; pero no son infalibles. No tienen autoridad para decidir la cuestión por todo el género humano, ni para excluir a nadie del derecho a juzgar. Negarse a oír una opinión porque se está seguro de que es falsa, equivale a presumir que la certidumbre propia es la misma cosa que la certeza absoluta. Silenciar cualquier discusión implica una presunción de infalibilidad”.

Efectivamente, ocultar una opinión constituye una censura inadmisible en una sociedad moderna. El problema es que actualmente la  ciudadanía está interesada, o la han hecho interesarse, por los aspectos más sórdidos de la realidad. La lógica del mercado otorga trascendencia a cuestiones morbosas y sensacionalistas propia de la más primaria psicología de masas. Si la forma en que un presidente satisface sus pulsiones sexuales puede llegar a condicionar la política de los Estados Unidos de Norteamérica, como ocurrió en el caso de Clinton, lógicamente los medios de comunicación se sentirán en la obligación de cubrir el tema. Pero la verdad es que entonces ya no constituyen instrumentos de auténtica información. Al final, podría llegarse a la conclusión de que todo lo que despierta la curiosidad ciudadana, por bajo que fuese, merece considerarse un “asunto público”.

El problema es más grave aún cuando, sobre la base de las libertades informativas, se viene a juzgar a los políticos y a las élites ciudadanas. En la práctica, basta con analizar la historia española de los últimos años, cualquiera que destaque es objeto de una investigación exhaustiva tendente a sacar a la luz los aspectos más recónditos, sobre todo si parecen sucios, de su personalidad. Los afectados carecen de posibilidades de defensa dado que la jurisprudencia ha consagrado una prevalencia de las libertades informativas, justificada por un desnaturalizado  interés público, sin tener en cuenta que la vida de los hombres está llena de “actos equívocos”, es decir, que pueden ser analizados de infinitas maneras. Si permites que todas salgan a la luz, darás lugar a las interpretaciones más viles y crueles sin razón suficiente para ello.

¿De verdad alguien cree seriamente que el caso Cifuentes, por ejemplo, o las informaciones que se dieron en su tiempo sobre estadistas como  Felipe González, están basadas en el deseo de alumbrar un real debate público? Por supuesto que no, de lo que se trata es de eliminar a los que están por encima y pueden molestar a los propios intereses. Los chivatos tienen una labor muy fácil, basta con consultar internet y buscar las explicaciones más negativas posibles. Hoy nos cargaremos a un rival, mañana al otro y, al final, con absoluta irresponsabilidad destruiremos nuestra propia sociedad. Antes, las personalidades prestigiosas eran conducidas a la vida pública, ahora todo el que brilla en cualquier terreno se ve impelido a refugiarse en la intimidad de su hogar para permanecer desconocido. Conclusión, nadie que valga se dedicará a la política, no merece la pena. Y esa es la razón por la que no tenemos representantes capaces de defendernos.

En España vivimos una auténtica rebelión, incluso en sentido estrictamente jurídico, y somos tan imbéciles que nos dedicamos a destruir al contrario contándonos batallitas sobre licenciaturas y cursos. Unos y otros actúan como niños, mientras los independentistas catalanes nos van venciendo en todos los terrenos. ¡Qué vergüenza! A este paso,  dándonos garrotazos a la manera de Goya y rodeados de ineptos y memos, hundiremos nuestro país.



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