Vivimos convencidos de haber
establecido una sociedad basada en las libertades informativas y de expresión,
es decir, en el debate público de las ideas y las opiniones cuando en realidad
lo que hemos hecho es facilitar el trabajo de ruines delatores. Lo que ocurre
actualmente no tiene nada que ver con lo que pretendieron los ilustrados y los
viejos revolucionarios burgueses. El
artículo 11 de la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano, de 26 de agosto de 1789, nos decía con la
contundencia romántica propia de la época que: “La libre comunicación de los
pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos del
hombre. Todo ciudadano puede hablar, escribir, imprimir libremente con la
salvedad de responder del abuso de esta libertad en los casos determinados por
la ley”. Como reacción a las tinieblas propias de los “siglos de la oscuridad”,
se aspiraba a lograr una “verdad”, religiosa y profana, sólo accesible mediante
la información.
El secreto sería literalmente
pecaminoso, y así decía Thomas Paine que “las naciones no pueden tener
secretos, y lo que las cortes, igual que los individuos, guardan en secreto son
siempre los defectos”. Por eso, el Juez Brandeis del Tribunal Supremo de los Estados Unidos señaló que “la
luz del sol es el mejor de los desinfectantes”. El pensamiento revolucionario
si quiere triunfar debe rodearse de belleza y ampararse en fascinantes
doctrinas. Los partidarios del
establecimiento de un “marketplace of ideas” lo supieron hacer, contaron con la
aportación de autores como Stuart Mill: “la opinión que se intenta suprimir
mediante la autoridad puede muy bien ser verdadera. Quienes desean suprimirla
niegan, naturalmente, su verdad; pero no son infalibles. No tienen autoridad
para decidir la cuestión por todo el género humano, ni para excluir a nadie del
derecho a juzgar. Negarse a oír una opinión porque se está seguro de que es
falsa, equivale a presumir que la certidumbre propia es la misma cosa que la
certeza absoluta. Silenciar cualquier discusión implica una presunción de
infalibilidad”.
Efectivamente, ocultar una
opinión constituye una censura inadmisible en una sociedad moderna. El problema
es que actualmente la ciudadanía está
interesada, o la han hecho interesarse, por los aspectos más sórdidos de la
realidad. La lógica del mercado otorga trascendencia a cuestiones morbosas y
sensacionalistas propia de la más primaria psicología de masas. Si la forma en
que un presidente satisface sus pulsiones sexuales puede llegar a condicionar
la política de los Estados Unidos de Norteamérica, como ocurrió en el caso de
Clinton, lógicamente los medios de comunicación se sentirán en la obligación de
cubrir el tema. Pero la verdad es que entonces ya no constituyen instrumentos
de auténtica información. Al final, podría llegarse a la conclusión de que todo
lo que despierta la curiosidad ciudadana, por bajo que fuese, merece
considerarse un “asunto público”.
El problema es más grave aún
cuando, sobre la base de las libertades informativas, se viene a juzgar a los
políticos y a las élites ciudadanas. En la práctica, basta con analizar la
historia española de los últimos años, cualquiera que destaque es objeto de una
investigación exhaustiva tendente a sacar a la luz los aspectos más recónditos,
sobre todo si parecen sucios, de su personalidad. Los afectados carecen de
posibilidades de defensa dado que la jurisprudencia ha consagrado una
prevalencia de las libertades informativas, justificada por un desnaturalizado interés público, sin tener en cuenta que la
vida de los hombres está llena de “actos equívocos”, es decir, que pueden ser
analizados de infinitas maneras. Si permites que todas salgan a la luz, darás
lugar a las interpretaciones más viles y crueles sin razón suficiente para
ello.
¿De verdad alguien cree
seriamente que el caso Cifuentes, por ejemplo, o las informaciones que se
dieron en su tiempo sobre estadistas como Felipe González, están basadas en el deseo de
alumbrar un real debate público? Por supuesto que no, de lo que se trata es de eliminar
a los que están por encima y pueden molestar a los propios intereses. Los
chivatos tienen una labor muy fácil, basta con consultar internet y buscar las
explicaciones más negativas posibles. Hoy nos cargaremos a un rival, mañana al
otro y, al final, con absoluta irresponsabilidad destruiremos nuestra propia
sociedad. Antes, las personalidades prestigiosas eran conducidas a la vida
pública, ahora todo el que brilla en cualquier terreno se ve impelido a
refugiarse en la intimidad de su hogar para permanecer desconocido. Conclusión,
nadie que valga se dedicará a la política, no merece la pena. Y esa es la razón
por la que no tenemos representantes capaces de defendernos.
En España vivimos una
auténtica rebelión, incluso en sentido estrictamente jurídico, y somos tan
imbéciles que nos dedicamos a destruir al contrario contándonos batallitas sobre
licenciaturas y cursos. Unos y otros actúan como niños, mientras los independentistas
catalanes nos van venciendo en todos los terrenos. ¡Qué vergüenza! A este
paso, dándonos garrotazos a la manera de
Goya y rodeados de ineptos y memos, hundiremos nuestro país.
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