Nací en
Tánger, en una familia que se sentía profundamente española Cuando visitábamos
a mis abuelos, en una casa llena de recuerdos marroquíes, siempre me impresionó
una estatuilla que representaba a Don Quijote y Sancho colocada en el pasillo.
El amor por España es uno de los sentimientos que experimenté desde niño, de hecho me ha acompañado toda la vida,
incluso en mi juventud comunista. La
resistencia del Madrid republicano durante cerca de tres años, el paso
del Ebro, la poesía de Miguel Hernández o de León Felipe me impresionaban, no
por mi ideología, que también, sino porque reforzaban las obras de mi país. Por
eso, me emocionaba tanto el discurso de
Don Manuel Azaña en 1938, a punto de perder la guerra, en el Ayuntamiento de
Barcelona: “¡Todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo.
Ahí está la base de la nacionalidad y la raíz del sentimiento patriótico, no es
un dogma que excluya de la nacionalidad a todos los que no la profesan, sea un
dogma religioso, político o económico”.
El gran pensador británico John
Ruskin dijo que “las grandes naciones escriben
sus autobiografías en tres manuscritos: el libro de sus hechos, el libro
de sus palabras y el libro de su arte. No se puede entender ninguno de estos
libros sin leer los otros dos, pero de los tres el único fidedigno es el
último”. Pues bien, el de las palabras de nuestro país puede sintetizarse en la
indicadas de Azaña y, sobre todo, en las que recordaba que ser un patriota significa
luchar “por el aumento y conservación de ese caudal de belleza, de bondad y
libertad, en suma de cultura, que es lo que nuestro país, como cada país,
aporta en definitiva a la historia como testimonio de su paso por el mundo y
como ejecutoria de su nobleza”. Picasso, Alejandro Casona, Pau Casals, Max Aub
y Sender, entre muchos otros, siguieron aportando belleza en el exilio.
Si queremos contemplar el libro de los
hechos, del relativo al arte sería absurdo siquiera hablar, nos bastaría con
leer a Bernal Díaz del Castillo en su “Historia verdadera de la conquista de
Nueva España” cuando al referirse al encuentro de Hernán Cortés con Montezuma,
“que venía cerca en ricas andas, acompañado de otros grandes señores y caciques
que tenían vasallos”, nos dice: “teníamos muy bien en la memoria las pláticas e avisos que nos
dieron los de Guaxocingo e Tlascala y Tamanalco, y con otros muchos consejos
que nos habían dado para que nos guardásemos de entrar en México,
que nos habían de matar cuando dentro nos tuviesen. Miren los curiosos lectores
esto que escribo, si había bien que ponderar en ello; ¿qué hombres ha habido en
el universo que tal atrevimiento tuviesen?” Ciertamente, podría decirse
que la civilización española se expresó con intensidad en la premodernidad.
Nuestro
universo cultural se forjó sobre la tumba de Santiago, la idea de cruzada, el
valor, la conquista, la defensa de la Iglesia, el Quijote, la mística… Creamos
obras sublimes como “La vida es sueño” de Calderón, “Las coplas a la muerte de
su padre” de Jorge Manrique, la poesía de San Juan de la Cruz, y tantas otras. Inventamos
géneros literarios como la picaresca o las crónicas de Indias que permanecerán
durante siglos, personajes eternos como Don Juan y, sobre todo, una lengua
única. Es indudable que la Reforma protestante y el liberalismo sobre los que
se edificó la Europa moderna necesitaban destruirnos por razones estrictamente
objetivas. No sólo éramos una potencia militar, ejercíamos una influencia
decisiva desde el punto de vista cultural. El mundo anglosajón, enfrentado con
nosotros a todo lo largo de los siglos XVIII y XIX nos fue derrotando no sólo
en los campos de batalla, sobre todo en el terreno del prestigio y la
influencia; pero las derrotas son también bellas si las llenas de poesía.
Al
parecer, Álvarez Junco nos ha recordado que dentro de tres mil años no existirá
España, tampoco Cataluña, ni ninguna de las naciones conocidas. Es cierto, pero
los seres humanos necesitamos vivir de sueños y, para la gente de mi
generación, España fue uno bien hermoso. Al nacer en el extranjero, soy español
por el pasaporte; no soy andaluz ni catalán sino ambas cosas a la vez, y vasco
y canario, gallego también. Si alguien quiere quitarme alguna de esas
identidades, me estará usurpando mi propia manera de ser. Se dice que la
izquierda no se siente española, si fuera así bien poca sensibilidad
demostraría. La Unión Soviética venció a Alemania en el mismo momento en que
Stalin apeló a la “santa madre patria” y los franceses, de todas las
tendencias, se emocionan al oír la Marsellesa. Es lógico, demuestran que tienen
una causa que defender.
Pasarán los años y ya no estaremos
aquí. Nada de lo que hemos amado se conservará. Como decía el Eclesiastés,
vanidad de vanidades y todo vanidad, “todo ha salido del polvo y todo vuelve al
polvo”. Pero siempre ha habido gente capaz de conservar sentimientos hermosos, otros
que no. Estos últimos suelen ser desleales y tóxicos, y con frecuencia
almacenan odio en su corazón.
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