De todas las dictaduras, las de la “virtud” han sido siempre
especialmente peligrosas porque implican un chantaje moral. Los que las
defienden, aseguran que su finalidad es el establecimiento de la igualdad, la
bondad o la justicia en el mundo, y,
como se lo creen y tienen a la “verdad” de su parte, no dudan en utilizar
todos los medios, aun los más crueles. Así, los judíos fueron perseguidos por
matar a Jesucristo, los herejes, da igual que fueran papistas o luteranos, por
falsificar la palabra de Dios, los comunistas por subversivos, y así hasta el
infinito. Como los objetivos eran buenos, incluso santos, los errores no podían existir o carecían de
trascendencia. Actualmente, ha surgido un nuevo sospechoso no por sus actos
sino por su sexo, el hombre. Hay aquí una buena dosis de ignorancia: en los
años cuarenta del pasado siglo, un extraordinario científico francés, Jean
Rostand, afirmó que “el hombre no era un ser biológicamente necesario”. Para
liquidarlo, hubiera bastado entonces con el tiempo.
Los persecutores actuales
juegan, probablemente de buena fe como en otros tiempos inquisitoriales, con la
estulticia, es decir, con la necedad de sus semejantes. Es evidente que los que
desean sexo a costa de la libertad no saben amar, son enfermos y delincuentes.
Los violadores, los maltratadores, los que abusan sexualmente de las mujeres
prescindiendo de su dignidad y decisión son odiosos y miserables. Pero, para
eliminar sus delitos no se puede subvertir las reglas esenciales del derecho
penal, como la presunción de inocencia, la necesidad de pruebas
incriminatorias, o la defensa de la honorabilidad de todas las personas. El
jacobino Saint Just, uno de los más brillantes seguidores del atormentado
Robespierre, señaló que la Revolución debía eliminar no sólo a los reaccionarios
y monárquicos, también a los
“sospechosos”. En su opinión, el peligro principal estaba en ellos porque era
difícil obtener pruebas en su contra, con
lo que podían quedar a salvo. Con razonamientos de esta clase, Francia
asistió al denominado “reino del Terror”, que llevó a la guillotina a miles de
inocentes condenados por el miedo y el fanatismo. Han hecho falta muchos siglos
para que la sociedad constatase que la educación es más efectiva que la
represión, y que nadie es culpable por su religión, raza o condición social o
de género.
La civilización ha implicado
un lento proceso de superación de la animalidad, de la atávica violencia de los
machos en defensa de sus tierras, mujeres, o de la expresión de su propia rabia.
En sociedades desarrolladas y ricas, como las occidentales, las mujeres al
incorporarse masivamente al trabajo y dejar de ser propiedad de celosos varones
necesitan proteger su seguridad y las denuncias aumentan, no porque los
comportamientos violentos sean ahora más frecuentes sino porque psicológicamente
se perciben con más claridad. A la manera de los viejos anarquistas, podemos
decir, no es nada original, que estamos asistiendo a la definitiva revolución:
la de la liberación de la mujer que conquista por fin su sexualidad y
autodeterminación laboral. Pero toda acción da lugar a reacción, a
contrarrevolución, a veces incluso es conveniente verla con nitidez para
defenderse mejor. En definitiva, vivimos un momento histórico que no puede
comprenderse con fórmulas estereotipadas, ni con lo políticamente correcto ni
con estupidez.
El 9 de diciembre de 1484, el
papa Inocencio VIII publicó la bula
“Summis desiderantes affectibus” en la que comunicaba a los fieles de manera
bien solemne lo siguiente: “Recientemente ha venido a nuestro conocimiento, no
sin que hayamos pasado por un gran dolor, que en algunas partes de Alemania
cierto número de personas de uno y otro sexo, olvidando su propia salud y
apartándose de la fe católica, se dan a los demonios íncubos y súcubos por sus
encantos”. Interpretaba la realidad de una manera delirante, pero en la misma
forma que lo hacían sus conciudadanos. Con la fuerza que proporcionaba la
autoridad del papado, ofrecía una explicación a los miedos de éstos. La
consecuencia fue atroz: los bosques centroeuropeos se llenaron de hogueras, y
nadie podía estar seguro pues de una manera u otra todos podían ser culpables,
al no poder controlar el pensamiento ni desdeñar la inteligencia y perfidia de
los demonios. Es cierto que muchos de
los quemados, herejes o locos, se dedicaban a tratos inmorales, sucios y
criminales. Pero, lo que ocurría en realidad es que sus semejantes estaban
llenos de odio.
Una sociedad enferma necesita culpables para justificar sus problemas, y si no
los encuentra en un lado los encuentra en otro. Basta con saber mirar y, sobre
todo, captar las necesidades del momento.
Se ha dicho que “la historia
es la ciencia de la desgracia de los hombres”. Lo único seguro es que una y
otra vez repetimos los mismos errores. Todos, hombres o mujeres es indiferente,
somos inocentes y dignos. Y aunque no lo seamos, tenemos derecho a un juicio
justo e imparcial. En caso contrario, la sociedad nos estará tratando con la
misma crueldad con que lo hizo con los pobres judíos. Sin embargo, parece
prudente advertir que, a
la manera darwiniana, cada período histórico determinará lo que convenga más allá de consideraciones sobre el
bien y el mal. Es una triste conclusión.
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