Anna Gabriel está siendo investigada no por sus ideas sino
por su conducta. De lo que se trata es de determinar si participó en un
movimiento tendente a modificar fuera de las vías legítimas un orden
constitucional de carácter democrático. Si lo hizo, su delito tendría el mismo
carácter político que el del teniente coronel Tejero. Y a nadie, en la Europa
civilizada, se le ocurriría calificar en forma benevolente su actividad. Con
respecto a su incomparecencia, y refugio en Ginebra, leo en noticias de agencia
que “Suiza advierte que no autorizará una extradición por delitos políticos”.
Si fuera verdad, el portavoz que lo ha dicho no tiene la menor idea de lo que
se considera, hoy día, un delito de esa
naturaleza.
Una ignorancia así es de enorme gravedad cuando la
precisión del concepto se ha venido realizando ya desde el siglo XIX. Surge con
las revoluciones burguesas, cuando el Antiguo Régimen intenta eliminar a los
rebeldes que se oponían a las arbitrariedades del absolutismo. En un principio,
el descrédito de la “reacción” inspiró un tratamiento comprensivo hacia los
“delincuentes” de ese género. Así, todos los delitos que atentasen a la
estructura constitucional de un estado serían políticos; y a sus autores se les
protegía de la extradición en tanto se partía de la idea de que era la forma
del estado lo que originaba su conducta, en otro régimen, se sobreentendía más humano
y liberal, no se habría colocado fuera del sistema.
Personalidades como la de Garibaldi no podían ser
analizadas más que desde la simpatía, con independencia de que fuese capaz de
tomar las armas contra los austriacos. Y no digamos los “liberadores”
sudamericanos en lucha contra la España de las hogueras, como nos calificaba
Jules Michelet. Así, Simón Bolívar, San Martín o Francisco Miranda fueron
caudillos revolucionarios, utilizaron la
violencia como instrumento de lucha, la reivindicaron. Merecieron, sin embargo,
la calificación de delincuentes políticos porque en el imaginario “progresista”
de la época, todos los medios eran legítimos cuando se trataba de luchar contra
el opresor. Y los españoles lo éramos claramente. Tal entendimiento llegó a
impregnar la ciencia penal de finales del siglo XIX.
La cuestión cambió cuando la rebeldía dejó de ser
protagonizada por románticos idealistas, compañeros de clase social de los
defensores del sistema, y apareció la violencia anarquista o, tras la Comuna de
1870, la que revestía carácter comunista. Angiolillo o Malatesta no podían
considerarse seres honorables desde el mismo momento que se valían del terror
para conseguir sus objetivos. Se realizó entonces todo un esfuerzo doctrinal
para distinguir la delincuencia de pensamiento de la de acción, y sólo la
primera merecería la protección de la sociedad civilizada. Así, sería preciso
indicar lo siguiente:
Primero.-Sólo es posible hablar de delito político con
respecto a Estados que no comparten los valores de la primacía del derecho, la
separación de poderes y el respeto a los derechos individuales. Es decir, los
que están fuera del marco occidental. Caso contrario, estaríamos favoreciendo a
los golpistas, fascistas y totalitarios.
Segundo.-La rebelión, la conspiración para la rebelión y
la sedición contra un Estado de derecho no son delitos políticos a no ser que
permanezcan en el abstracto mundo de las ideas y no lleguen a materializarse. Y
eso es una cuestión que corresponde determinar a los jueces competentes, bajo la
premisa de que en España un juez que condenase en base a ideas estaría
cometiendo un delito de prevaricación.
Tercero.-Una cosa es un delito político y otra, muy
distinta, un delito con dicha motivación. Se puede robar, estafar o matar para
favorecer determinado movimiento, ejemplo clásico es de la recaudación de
dinero para una organización terrorista, y, sin embargo, sería absurdo
considerar que se trata de un delito político tal y como lo entiende el derecho
penal internacional.
Si Anna Gabriel mereciese el calificativo de delincuente
en España, los tribunales lo dirán, no sería nunca una delincuente política
sino una rebelde o sediciosa, que es cosa distinta.
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