El "ya no nos representan" propio de las
movilizaciones de los últimos años expresa una rebelión frente a la vieja
política es cierto; pero hay algo más: una manifestación psicológica de rechazo
hacía la superioridad ajena. Es una cuestión estrictamente personal: nadie
tiene derecho a decidir por mí, que es tanto como decir que nadie es mejor que
yo. La diferencia, incluso la de inteligencia, es negada, perseguida también.
Entrar en la vida pública, y es muy claro en España, se convierte en algo
esencialmente peligroso, un porcentaje nada desdeñable de quienes lo hacen
terminan en la cárcel o crucificados. Es mejor recluirse en el mundo de lo
privado, muy al contrario que en los tiempos clásicos en los que la brillantez
debía exhibirse, si lo haces hoy los medios de comunicación, atentos siempre a
las pulsiones de la mayoría, te eliminarán. Es el triunfo del populismo: la
supresión de las élites, su misma idea es considerada ya como anacrónica.
Es paradójico que se denuncie la mediocridad de nuestros
parlamentarios, cuando ha sido la propia sociedad la que lo ha fomentado,
defendiendo la idea de que sólo pretenden acceder a los cargos públicos los que
no tienen nada, ni siquiera reputación, que perder. Las masas han triunfado,
aun cuando paradójicamente se presenten como víctimas. El fenómeno de
ampliación del poder iniciado con las revoluciones americana y francesa parece
agotar sus etapas: la soberanía ha ido pasando de la Nación a sus élites, y de
ellas a la totalidad de la población utilizando sistemas de representación. Mientras duró, el Estado del Bienestar
parecía haber culminado el "mejor de los mundos". En una sociedad
sólida económicamente, izquierda y derecha, progresivamente cercanas,
contendían a través de personas con las que se encontraban vinculadas en una
relación de confianza, en ocasiones de carácter carismático. Jean Jaurès, en
Francia, no fue un simple diputado, llegó a constituir el símbolo de una parte
de la Nación.
Como diría Pitkin, los que estaban ausentes, se hacían
presentes, es decir, actuaban mediante
técnicas de representación. Y ello era posible porque se admitía la ficción de la
superior capacidad de los parlamentarios. Nos basta con citar a Manuel Azaña,
Gregorio Marañón o Indalecio Prieto en la II República, o a Felipe González y
Fraga en los tiempos modernos. Pero cuando la generalidad de la población está
alfabetizada, y en condiciones de opinar, ya nadie es más que nadie ni se
acepta que unos pocos puedan adoptar las decisiones que afectan al conjunto. Nos
encontramos en el momento final: cuando a la manera roussoniana se llega a la
conclusión de que los mandatarios del pueblo no son otra cosa que usurpadores,
y se procede también a eliminarlos. La inmensa mayoría conoce su fuerza, y se
resiste a dejarla en manos de representantes que se han convertido en seres sospechosos.
La repetida idea de que todo poder corrompe, que
operaba abstractamente de manera preventiva, es aceptada como un artículo de fe.
Todo el mundo se ha convencido de su realidad. Ante una situación de esta
naturaleza, el papel de los viejos políticos quiere ser ejercido ahora
directamente por cada uno de los ciudadanos, que utilizarán como instrumento a
jueces y medios de comunicación. Los segundos asumen la función de fiscales a
la manera de Fouquier-Tinville o Vichinski, es decir, a la de épocas
revolucionarias en las que el acusado carecía de garantías y su enjuiciamiento
estaba sometido al control de los comisarios políticos. Los jueces, por su
parte, se acomodan a las exigencias de los medios. Ha desaparecido su “temor
reverencial” a la norma jurídica, pues empiezan a compartir la idea de que no puede
ser respetable la obra de unos legisladores a los que la opinión pública
considera mediocres y corruptos. Entre unos y otros, están destruyendo un sistema
cartesiano surgido de la Ilustración y la Revolución francesa.
Berlusconi,
Trump, el mismo Puigdemont, entre muchos otros, son niños malcriados,
singularmente soeces e incultos. Pero conocen su terreno: el de los ciudadanos
irritados y simples. Es verdad que muchos de ellos poseen un título
universitario, pero eso ya no significa absolutamente nada; lo que no tienen es
la capacidad para desarrollar métodos de autocrítica que superen la coartada de que el origen de tus males está en
los demás. Todos somos responsables de nuestros actos, y tenemos los abogados,
los fontaneros y los políticos que nos merecemos. Y si enfermamos resultaría
absurdo prescindir de los médicos porque moriríamos. Parece lógico, ¿no? Pues
en Cataluña, por ejemplo, le siguen echando la culpa de sus problemas a un diablo
malvado que se llama España. Eso es el populismo…Estúpido sí, pero nos
destruye. Ya decía Burke que la tiranía de la mayoría no es más que una tiranía
generalizada. No hay democracia real sin inteligencia, buen gusto y duda, lo
que no tiene Junqueras aunque se califique como cristiano. Los bárbaros están
otra vez en nuestras fronteras.
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