jueves, 11 de enero de 2018

Las raíces del populismo ABC




        
El "ya no nos representan" propio de las movilizaciones de los últimos años expresa una rebelión frente a la vieja política es cierto; pero hay algo más: una manifestación psicológica de rechazo hacía la superioridad ajena. Es una cuestión estrictamente personal: nadie tiene derecho a decidir por mí, que es tanto como decir que nadie es mejor que yo. La diferencia, incluso la de inteligencia, es negada, perseguida también. Entrar en la vida pública, y es muy claro en España, se convierte en algo esencialmente peligroso, un porcentaje nada desdeñable de quienes lo hacen terminan en la cárcel o crucificados. Es mejor recluirse en el mundo de lo privado, muy al contrario que en los tiempos clásicos en los que la brillantez debía exhibirse, si lo haces hoy los medios de comunicación, atentos siempre a las pulsiones de la mayoría, te eliminarán. Es el triunfo del populismo: la supresión de las élites, su misma idea es considerada ya como anacrónica.

Es paradójico que se denuncie la mediocridad de nuestros parlamentarios, cuando ha sido la propia sociedad la que lo ha fomentado, defendiendo la idea de que sólo pretenden acceder a los cargos públicos los que no tienen nada, ni siquiera reputación, que perder. Las masas han triunfado, aun cuando paradójicamente se presenten como víctimas. El fenómeno de ampliación del poder iniciado con las revoluciones americana y francesa parece agotar sus etapas: la soberanía ha ido pasando de la Nación a sus élites, y de ellas a la totalidad de la población utilizando sistemas de representación.  Mientras duró, el Estado del Bienestar parecía haber culminado el "mejor de los mundos". En una sociedad sólida económicamente, izquierda y derecha, progresivamente cercanas, contendían a través de personas con las que se encontraban vinculadas en una relación de confianza, en ocasiones de carácter carismático. Jean Jaurès, en Francia, no fue un simple diputado, llegó a constituir el símbolo de una parte de la Nación.

Como diría Pitkin, los que estaban ausentes, se hacían presentes, es decir,  actuaban mediante técnicas de representación. Y ello era posible porque se admitía la ficción de la superior capacidad de los parlamentarios. Nos basta con citar a Manuel Azaña, Gregorio Marañón o Indalecio Prieto en la II República, o a Felipe González y Fraga en los tiempos modernos. Pero cuando la generalidad de la población está alfabetizada, y en condiciones de opinar, ya nadie es más que nadie ni se acepta que unos pocos puedan adoptar las decisiones que afectan al conjunto. Nos encontramos en el momento final: cuando a la manera roussoniana se llega a la conclusión de que los mandatarios del pueblo no son otra cosa que usurpadores, y  se procede también a eliminarlos.  La inmensa mayoría conoce su fuerza, y se resiste a dejarla en manos de representantes que se han convertido en seres sospechosos.

La repetida idea de que todo poder corrompe, que operaba abstractamente de manera preventiva, es aceptada como un artículo de fe. Todo el mundo se ha convencido de su realidad. Ante una situación de esta naturaleza, el papel de los viejos políticos quiere ser ejercido ahora directamente por cada uno de los ciudadanos, que utilizarán como instrumento a jueces y medios de comunicación. Los segundos asumen la función de fiscales a la manera de Fouquier-Tinville o Vichinski, es decir, a la de épocas revolucionarias en las que el acusado carecía de garantías y su enjuiciamiento estaba sometido al control de los comisarios políticos. Los jueces, por su parte, se acomodan a las exigencias de los medios. Ha desaparecido su “temor reverencial” a la norma jurídica, pues  empiezan a compartir la idea de que no puede ser respetable la obra de unos legisladores a los que la opinión pública considera mediocres y corruptos. Entre unos y otros, están destruyendo un sistema cartesiano surgido de la Ilustración y la Revolución francesa.

Berlusconi, Trump, el mismo Puigdemont, entre muchos otros, son niños malcriados, singularmente soeces e incultos. Pero conocen su terreno: el de los ciudadanos irritados y simples. Es verdad que muchos de ellos poseen un título universitario, pero eso ya no significa absolutamente nada; lo que no tienen es la capacidad para desarrollar métodos de autocrítica que superen la  coartada de que el origen de tus males está en los demás. Todos somos responsables de nuestros actos, y tenemos los abogados, los fontaneros y los políticos que nos merecemos. Y si enfermamos resultaría absurdo prescindir de los médicos porque moriríamos. Parece lógico, ¿no? Pues en Cataluña, por ejemplo, le siguen echando la culpa de sus problemas a un diablo malvado que se llama España. Eso es el populismo…Estúpido sí, pero nos destruye. Ya decía Burke que la tiranía de la mayoría no es más que una tiranía generalizada. No hay democracia real sin inteligencia, buen gusto y duda, lo que no tiene Junqueras aunque se califique como cristiano. Los bárbaros están otra vez en nuestras fronteras.





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