Una persona muy querida para mí dijo, no una, muchas
veces que se definía como españolista, y eso que desempeñó un alto cargo en el
gobierno de una Comunidad Autónoma. No es extraño, ya Azaña en plena guerra
civil había advertido que defender a España no significaba otra cosa que
apostar por “ese caudal de belleza, de bondad y libertad, en suma, de cultura,
que es lo que nuestro país, como cada país, aporta en definitiva a la historia
como testimonio de su paso por el mundo y como ejecutoria de su nobleza”. España
no es sólo Castilla, nuestro patrimonio común es plural y se nutre muy
esencialmente de aportaciones catalanas y vascas. A diferencia de la mayoría de
los europeos, de carácter homogeneo o jacobino, nos caracterizamos por la
diversidad.
Ser español es ser también vasco, es decir, miembro de
un pueblo cuya lengua se remonta al origen de los tiempos, y tan peculiar que
todavía nadie puede determinar con precisión de dónde pudo venír: ¿son los
restos más puros de los iberos o vienen del Caucaso? El padre Barandiarán, en
su Ataun natal, se dedicaba a buscar restos de sus cráneos, desechando los que
no encajaban con un despreciativo: “éste era un celta despistado”. Pero no es
nada difícil distinguirlos, basta con preguntar por sus apellidos. Von
Humnboldt llegó a afirmar que nunca había visto un ejemplo más claro de nación
que en Euskadi. Por eso, y muchas cosas más, me siento orgulloso de ser vasco.
España tampoco
puede entenderse sin Cataluña, y no nos deben
escandalizar sus intentos de diferenciación. Ya Azaña, en las Cortes en
1932, señaló que “no hay en el [proyecto de] Estatuto de Cataluña tanto como
tenían de fuero las regiones españolas sometidas a la monarquía de los
Austrias”. Su política de expansión mediterránea, Roger de Flor, Roger de
Lauria y los almogávares son tan nuestros como lo es el pasado musulmán
andaluz. La Renaixença, “Els segadors” y Lluis Llach son españoles como usted y como yo. La figura
de Companys, con sus intentos de proclamación de la República catalana, forma
parte de lo más íntimo de nuestra idiosincrasia.
Si se fuera Cataluña, España dejaría de existir, pues no
somos otra cosa que la resultante de la unión de Castilla y Aragón. Pero sin
liderazgo, esto no se va a mantener. No es el momento para una política de
perfiles bajos, hace falta la grandeza que no tiene Rubalcaba ni, me temo, tampoco Rajoy. Durante
estos años nos hemos comportado como provincianos encerrados en un “café para
todos”, propio de individuos celosos de sus parcelas de poder. Azaña decía que
la patria no era otra cosa que un “caudal de belleza”, que había que defender.
Hoy no hay nadie que sepa hacerlo, volverán las taifas.
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