Érase
una vez que se era una Comunidad, de las denominadas de manera algo cursi
históricas, cuyos ciudadanos se dedicaban sistemáticamente a silbar el himno
nacional español y al Jefe de su Estado. No se trataba de una cosa aislada, se
había convertido en un fenómeno masivo y tan corriente que todo el mundo era
consciente que en cualquier acto público se iba a producir. Para más inri,
cuando en una ocasión a un realizador de televisión se le ocurrió disminuir el
volumen de la retransmisión fue inmediatamente acusado de recibir órdenes de un
inmundo represor. El pobre Jefe de ese Estado no solamente nunca les había
hecho nada, para colmo había tenido la infeliz ocurrencia de casar a una de sus hijas con
un señor, que no tenía otro mérito que el de jugar con un equipo de balonmano del
lugar.
Se
trataba de una comunidad unida desde tiempos remotos al resto del estado, y en
los modernos, desde finales del siglo XV, una bagatela al fin y al cabo, se
hallaba integrada en el seno de una misma personalidad jurídica internacional.
En el XVIII, sus ciudadanos se dividieron en una guerra fratricida entre dos
bandos, austracitas y borbones, dando lugar la victoria de estos últimos a una
visión de la historia según la cual por razones de pura venganza las libertades
de ese país habían sido suprimidas, iniciándose una dominación colonial que
habría persistido hasta nuestros días. Olvidaban el pequeño detalle de que la
eliminación de tales fueros fue una consecuencia obligada del paso de una
sociedad estamental a otra burguesa. La verdad es que no era muy difícil
saberlo, bastaba con mirar al otro lado de los Pirineos, pero les daba pereza
hacerlo.
Era
un país que, desde los inicios de la revolución industrial, había adquirido un
nivel de riqueza y bienestar muy superiores a los del resto del Estado, en gran
medida gracias al esfuerzo de innumerables extremeños y andaluces que se habían
trasladado allí en unas condiciones laborales que nunca podrían calificarse de
explotación so pena de recibir todo tipo de escandalizadas
descalificaciones. De manera bien
curiosa, a pesar de todo esto, los habitantes de dicha comunidad proclaman a grandes voces que están
dolorosamente hartos del desprecio español, en consecuencia se niegan a aportar
un duro a las arcas estatales, pues lo de la solidaridad les parece una
malévola invención imperialista.
Se
trata de Cataluña, país al que siempre había admirado, entre otras razones, por
su cosmopolitismo y modernidad. También soy del Barça, desde que tenía ocho
años y perdimos con el Benfica. Ahora deliran, me voy a tener que olvidar de
Kubala y Ramallets pues unos aguerridos y algo enfermos nacionalistas me los
quieren quitar.
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