En el fondo, el avance arrollador que viene experimentando Occidente desde hace siglos no deja de suscitar inquietudes y angustias: ¿Sabemos hacia dónde vamos? Desde niños, somos conscientes de que la vida es un proceso que termina con la muerte. Por mucha altura que consigamos, tarde o temprano se producirá la caída. Los seres vivos, las ideas, los grandes imperios...a todos les llega su hora. Es más, el momento del triunfo presagia siempre el de la derrota. Hace poco más de una década, un sistema que parecía constituir la más perfecta expresión del desarrollo científico, el del socialismo marxista, se derrumbó en el más absoluto de los fracasos. Sería una muestra absurda de soberbia pensar que estamos hechos para toda la eternidad, y nuestros contemporáneos han venido advirtiéndolo al menos desde Oswald Spengler, con La Decadencia de Occidente.
¿No podría estar muriendo nuestra civilización, precisamente ahora que de manera desafiante se extiende por todo el universo? La muerte es un hecho real y además no hay duda de que es universal: alcanza al hombre, y también a los productos de su civilización. El miedo ante ella es lógico pero la mayoría de las veces está mezclado con elementos de carácter psicológico. Afecta especialmente a quienes son capaces de sentir dolor porque aman las cosas que poseen, y quisieran conservarlas. Los perdedores, aquellos cuya vida carece de valor, en ocasiones se enfrentan de manera indiferente a su propia destrucción, la desean incluso. Cuando se alude a la vulgarización de la opinión pública, a su mediocridad, en realidad se añora un modelo, desde luego ya inexistente: una sociedad en la que existía un profundo respeto hacia los productos culturales, y en la que nadie podía compararse con un “sabio”, pues el dinero constituía un factor despreciable frente al talento.
Tal estado de espíritu se difundió en Europa desde la época del despotismo ilustrado hasta prácticamente la segunda guerra mundial, cuando en sociedades como la vienesa, basta con leer El mundo de ayer de Stefan Zweig, la práctica totalidad de la población estaba al tanto de las incidencias diarias de los distintos espectáculos artísticos. La vida pública estaba destinada a las personalidades brillantes, por eso no podía existir mayor satisfacción para un intelectual que alguien le comentase la impresión que le había producido su último artículo en el periódico. Los mediocres se encerraban en su mundo privado, nadie les obligaba a ello pero era la lógica consecuencia del hecho de que no tenían nada que decir. Los hombres inteligentes se exhibían aunque hubiera un fuerte componente narcisista en ello.
Actualmente el universo se ha vuelto del revés. Las personas que valen se retiran de la escena, pues es peligrosa al propiciar los dardos de la envidia. Son los bobos los que actúan, el teatro está para ellos destinado. Como saltar al ruedo legitima todas las críticas, sólo se tirarán a él los que no tienen nada que perder. Sólo cabe el éxito en el deporte, la fuerza no genera rechazo.
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