Se ha dicho que la historia es la ciencia de la desgracia de los hombres, de su crueldad también. Han pasado ya unos días desde el asesinato de Gadafi, y, salvo muy escasas excepciones, no he encontrado ninguna manifestación de repulsa, ni de horror, por las torturas y humillaciones que sufrió el dirigente libio antes de su muerte. ¿Cómo es posible que los países occidentales nos hayamos embarcado en esto? Teóricamente, se dijo que se trataba de proteger a un pueblo que luchaba por la liberación, y podía ser masacrado. La verdad es que, si unos eran salvajes, los otros lo eran también, incluso más. Torturar a una persona hasta morir, sin tener el más mínimo gesto de piedad, constituye una práctica que nos remonta a la Edad Media.
La verdad es que en Ocidente, durante siglos, hemos sido expertos en infligir sádicamente daño a los demás; basta con estudiar sus períodos revolucionarios. Mussolini y su amante Claretta Petacci, por ejemplo, fueron objeto de todo tipo de vejaciones por una furiosa muchedumbre antes de ser colgados cabeza abajo en una plaza de Milán. Casi con toda seguridad sus verdugos habían sido antes fervorosos fascistas, pues la cobardía y la traición son características propias de los asesinos. Años después, antiguos comunistas, en un episodio infame, sometieron a una parodia de juicio a Ceaucescu y lo ejecutaron sin ningún tipo de garantía procesal. Nadie, o casi nadie, en el mundo democrático se decidió a protestar.
¿De verdad estamos civilizados? Casi con toda seguridad no. Contemplar cómo centenares de bestias hieren, escupen y humillan a un ser agonizante, que parece implorar piedad, demuestra que no lo somos. Para colmo, sin ninguna responsabilidad hemos ayudado militarmente a unos grupos, muchos de ellos integristas musulmanes, sin conocer las consecuencias políticas de nuestra intervención. ¿No nos hemos dado cuenta de que posiblemente Gadafi será sustituido por un régimen sujeto a la Sharía? ¿Estamos locos? Lo estemos o no, su muerte inspira pura y simple vergüenza, y parece el momento de pedir perdón.
Los antiguos griegos amaron la tragedia, creían que todos los hombres estaban dominados por el destino. En el caso de Gadafi así ha sido. Por muchas barbaridades que hubiese cometido, su muerte ha sido heróica, pues ha defendido su suerte hasta el final. Sus ejecutores, en cambio, han sido seres dominados por el bestialismo y la vileza. Y no hace falta ser cristiano, basta con poseer un mínimo de sensibilidad, la que todos los demócratas dicen tener, para unirse al coro de la indignación. Yo no pago impuestos para que aviones de mi país ayuden a torturar a un ser humano, me rebelo.
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