¿Qué impulsará a innumerables personas a convertirse en candidatos de un partido en las próximas elecciones? La mayoría, muy sensatamente, contestará que el sentido cívico, o el espíritu de servicio como decían los franquistas. Muchos otros nos asegurarán que la convicción ideológica, cosa poco creíble cuando han muerto todas. En mi opinión, estas respuestas son casi siempre falsas: lo que les mueve es la pura y simple vanidad. Hegel decía que el deseo de reconocimiento constituye el motor fundamental de los seres humanos: necesitan ser admirados, y para ello buscan el poder. En el fondo, el exhibicionismo es un comportamiento animal, que el hombre conserva en grandes dosis. Los gallos en sus peleas, para intimidar a los demás, cacarean mucho. Lo que suele resultar un poco ridículo cuando lo hacen señores con bigote.
Chateaubriand, el autor de El genio del cristianismo, nos cuenta en sus Memorias de ultratumba, sin ningún género de pudor, que conoció a Napoleón en una recepción en la que el Emperador se dirigió directamente a él para decirle: “en esta sala hay dos grandes hombres: usted y yo”. ¡Valientes bobos debían de ser los dos! Si existiera algún “gran hombre”, cosa que dudo, no se le ocurriría ir pregonándolo a diestro y siniestro por un elemental sentido del ridículo. Es verdad que, en épocas convulsas, las sociedades buscan las personas más adecuadas para dirigirlas. En estos casos, la vanidad no desaparece, pero se sublima, hasta el punto de no resultar perceptible ni para el individuo, que la padece, ni para sus contemporáneos. Pero, cuando la normalidad vuelve, las coartadas se desvanecen.
¿Han contemplado alguno de los autorretratos de Durero? Se pinta para mostrar urbi et orbi su propia belleza, es una nota característica de los seres humanos. Con razón, los Estados Unidos viven obsesionados con la idea del fracaso individual; sin necesidad de mayor análisis psicológico, demuestran que lo único que les importa es el éxito: en los negocios, en el deporte, o en el comportamiento erótico. La política constituye también un escenario en el que combaten egos, y sería sensato que lo tuviéramos en cuenta. Por mucho que se nos ofrezcan recetas económicas, al final lo que importará será mostrarse más atractivo que el contrario.
La mitología griega nos cuenta que habiendo llegado un día Narciso, célebre por su belleza, al borde de una fuente contempló su propia imagen y quedó prendado de sí mismo. Enloquecido, al no poder alcanzar el objeto de su pasión, se fue consumiendo de inanición y melancolía hasta quedar transformado en la flor que lleva su nombre. El mito es hermoso, y sirve también para evitar el ridículo.
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