Contaba André Maurois que en una sesión de la Asamblea francesa, celebrada en los primeros años del siglo XX, la radicalización de los espíritus impulsó a los miembros de la derecha a levantarse de sus escaños entonando con pasión la Marsellesa. Tan pronto terminaron, los diputados de la izquierda empezaron a cantarla también. Lo harían en forma distinta evocando otros deseos y sueños, pero el himno era el mismo, y cuando los enemigos utilizan idénticos símbolos es imposible la guerra entre ellos. Los ejércitos van al frente llevando a la cabeza diferentes enseñas, no comparten nada en común.
En España, en cambio, basta un simple partido de fútbol para comprobar que no somos capaces de mantener las más elementales reglas de urbanidad. ¿Cómo es posible que los hinchas del Real Madrid enarbolen la bandera española, que debe ser de todos, como propia? No hace falta ser un psicólogo de tres al cuarto, de los que tanto abundan en este país, para darse cuenta que, en lógica reacción, los aficionados del Barcelona la sentirán entonces como extraña, propia de sus enemigos. Como es también una cuestión de estilo y buena educación, sería explicable que el problema pasase desapercibido para los más bestias. El problema es que los creadores de opinión, desde políticos a periodistas, no sólo no dicen nada, a veces incluso jalean la exhibición.
A finales de los años noventa, viviendo en Granada, decidí ver un partido de la Copa de Europa en un restaurante situado en el espléndido mirador de San Nicolás. Cuando al Barça, que jugaba contra un equipo alemán, le metieron el primer gol unos camareros bastante energúmenos empezaron a lanzar gritos de alegría y a explicar, sin que nadie se lo hubiera pedido, que preferían que ganase cualquier equipo extranjero a uno catalán. Todo ello ante la mirada asombrada de unos turistas que no entendían lo que podía ocurrir. A la vista de la situación, manifesté mi indignada protesta, no debí hacerlo: no sólo me dejaron sin cena, que por supuesto tuve religiosamente que pagar, me llamaron rojo separatista, y me libré por bien poco de que me soltaran un tortazo.
Es sabido que el pobre Ortega, en la discusión del Estatuto de Autonomía en el Parlamento de la II República, señaló que el problema catalán era insolucionable, sólo se le podría “conllevar”. No lo sé, pero lo indudable es que sólo será posible mantener la unidad demostrando nuestro respeto hacia unos compatriotas que son tan españoles como nosotros, o eso decimos. Además, en materia de nacionalidades, sólo cabe la inteligencia.
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