En su momento, Blackstone describió a la perfección el resultado de una evolución constitucional cumplida en lo sustancial durante el siglo XVIII al señalar que el poder del Parlamento es absoluto : "tiene autoridad soberana e incontrolable para hacer, confirmar, ampliar, restringir, abrogar, revocar, restablecer, interpretar cualquier ley. En verdad, lo que hace el Parlamento ninguna autoridad sobre la tierra puede deshacerlo". Es cierto que una posición de esta naturaleza podía ser objeto de fáciles ironías, y Tomás Moro con agudeza preguntaba: “Suponed que el Parlamento hiciese una Ley declarando que Dios no era Dios: ¿Diríais entonces, Maestro Rich, que Dios no era Dios?”.
Se le podría contestar que, en ese momento, los racionalistas eran conscientes de que la divinidad parlamentaria estaba hecha de contingencias humanas, fugaces e imperfectas, pero representaba la “voluntad general” con lo que no había autoridad mayor sobre la tierra; en este sentido era omnipotente. Sin embargo, las cosas han cambiado de manera tan profunda que el Poder Legislativo se ha convertido en la instancia legitimadora del sistema y punto. Realiza funciones puramente formales que no tienen nada que ver con aquellas para las que fue concebido. La Ley era el producto de un debate y contradebate, que aseguraban su lógica matemática y claridad intelectual. Nada de eso queda ya, los Grupos políticos dictan sus consignas y los Diputados las siguen. Por la cuenta que les trae, unos y otro se mostrarán fervientes defensores del parlamentarismo; es lógico en otro caso desaparecería todo el tinglado.
El Dios parlamentario ya no existe, sustituido por las urnas que actúan como una instancia mágica que no es posible eludir. El problema es que los electores no forman ya sus convicciones en virtud de ideas. No, actúan siguiendo sus pulsiones más primitivas, morbosas, incluso irracionales. Los partidos políticos y los medios de comunicación, en mi opinión el único poder real, se han dado perfecta cuenta de lo anterior, y han dejado de estar interesados en los programas. Tratan a los ciudadanos como seres infantiles e inmaduros, y les ofrecen lo que creen que necesitan: espectáculo, circo y, sobre todo, escándalo, mucho escándalo. Les convierten además en víctimas permanentes de todos, de los poderosos, de los banqueros, de los americanos, incluso de los mismos políticos.
Los individuos ya no son responsables de nada, la culpa estará siempre en los demás. Como siempre he defendido la centralidad del Parlamento, reniego de la manera más absoluta de la actual democracia de masas que no conduce más que al empobrecimiento intelectual de los ciudadanos, no hace falta recordar que los nazis llegaron al poder legalmente por medio de las urnas. Me proclamo radicalmente antidemócrata, puede que no sea muy difícil dado mi origen comunista, también podría decirse que me he vuelto un reaccionario elitista. En mi descargo, alegaré que lo hago porque en España al menos la democracia real ha dejado de existir, y me rebelo por escrito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario