Forma parte de la cultura occidental el pasaje de San Mateo según el cual Jesús, reprendiendo a sus discípulos, les dijo: “Dejad que los niños se acerquen a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos”. Ésta ha sido siempre la actitud de la Iglesia, durante siglos ha venido realizando una espléndida labor de protección de la infancia: desde la enseñanza hasta la dirección de orfanatos destinados a los más pobres y desvalidos. Basta con leer a Dickens para deducir cuál hubiera sido su suerte, en los inicios del capitalismo, sin la existencia de instituciones tutelares basadas en las enseñanzas de los Evangelios.
Ahora, en cambio, se quiere presentar a los sacerdotes y monjas como culpables de los más espantosos crímenes desde la pederastia al robo de centenares, miles incluso, de niños en España. No es nada extraño, en todas las épocas la crueldad social ha buscado víctimas propiciatorias utilizando como coartada a la infancia. En Roma, por ejemplo, se acusó a los cristianos de asesinarlos para utilizar su sangre con fines rituales. Más tarde fueron los judíos; Werner Keller nos cuenta que el día de Jueves Santo de 1475 desapareció en Trento un muchacho de tres años, Simón, hallado muerto poco después a orilla del Etsch. No hubo dudas: habían sido los despreciables judíos, miles de ellos fueron torturados. ¿Y qué decir de las brujas en Centroeuropa? Se aseguraba que utilizaban las entrañas de los bebés para sus pócimas y encantos.
¿Es mentira, entonces, lo que ahora se nos cuenta? Es evidente que no, siempre han existido seres sin escrúpulos responsables de los más horribles delitos. Se da entre los abogados, los médicos y los taxistas. Pero sería absurdo pensar que la maldad de alguno de ellos puede extenderse a la profesión en su totalidad. ¿Por qué, entonces, se acusa a la Iglesia de haber organizado una red destinada al secuestro de recién nacidos? Por una razón bien elemental: la de atribuir a otros la propia responsabilidad personal. Fue la sociedad española la que, durante siglos, consideró una deshonra el embarazo fuera del matrimonio, procurando eliminar las pruebas por el procedimiento de entregar los niños a instituciones de beneficencia. Miles de papás obligaron a sus hijas a deshacerse del fruto del “pecado”.
Y las monjitas que se encargaron, quizá torpemente, de buscar solventes padres son acusadas ahora de engaños y enriquecimiento. Es falso, con excepciones, desde luego miserables, la Iglesia no hizo otra cosa que ocuparse de paliar la vergüenza de unos individuos preocupados simplemente por las apariencias. A una morbosa opinión pública le gusta creer lo contrario.
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