En mi opinión, en España al menos, hemos dejado de vivir en una sociedad presidida por un intercambio libre de expresiones e información. Hemos restablecido el reino de la Inquisición con exactamente las mismas coartadas que ella utilizó. En su tiempo, todos los instrumentos, incluso la tortura, eran santos cuando se trataba de reprimir las sugerencias perniciosas del Diablo. Ahora, los medios de comunicación están legitimados para destruir las reputaciones ajenas con tal de que lo políticamente correcto pueda establecerse. Los secretos más recónditos del alma humana, los que distinguen su individualidad, carecen de derechos frente al interés de la mayoría. El Gran Hermano ha triunfado ya, y estúpidamente creemos que hemos llegado a la cima del progreso.
Proclamamos que hemos eliminado a los servicios secretos de carácter totalitario, cuando estamos sometido al más peligroso de todos ellos: el de los grupos mediáticos de investigación, que no tienen ningún interés por la verdad ni por la batalla de ideas, sólo persiguen el morbo y el escándalo porque tristemente creen que es lo único que puede ser cotizado en el mercado, han renunciado a pensar. En el fondo, lo que domina es la sádica búsqueda de la destrucción de la personalidad: hoy le tocará caer a uno, mañana a otro y, poco a poco, todos quedaremos marcados por los sambenitos del Santo Oficio. Si el Infierno de Dante tuviera realidad, allí deberían estar nuestros modernos Torquemadas.
Cuando a una sociedad sólo le interesa profundizar en los males ajenos es que está enferma y sucia. Los ideólogos norteamericanos cándidamente sostuvieron que, “en la libre lucha intelectual de las opiniones, se impone al final lo correcto y razonable”, pues “cuando un hombre carece de motivos para aferrarse al error, lo natural es que abrace la verdad”. Y como no hay nada que pueda determinar a priori el carácter de una idea, lo que hay que hacer es sacarla a la plaza, y que se ofrezca a la luz pública. Salvo desviaciones patológicas, consecuencia de intervenciones irregulares, las buenas serán aceptadas por la ciudadanía y las malas no.
No se dieron cuenta que en España, a la altura del siglo XXI, tal fundamentación no serviría más que para dar rienda suelta a la venganza, al odio y a la persecución de los enemigos políticos y personales, porque desde luego en este país ni hay ideas ni generosidad de espíritu, y lo que domina es la ruindad. Existen excepciones, desde luego, como las de este periódico que me permite escribir. Por lo demás, asistimos a un espectáculo cruel y antiestético sin que los tribunales sean capaces de reaccionar. En el fondo, vivimos en la más cínica, pues se dice democrática, de las Dictaduras.
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