Con el retorno de los emigrados y la restauración de la monarquía borbónica en 1815, el eterno Ministro de la Policía, Fouché, se vio acusado de regicida, al haber votado a favor de la muerte de Luis XVI. Con arrogancia, contestó lo siguiente: “Sólo el vulgo cree que las revoluciones políticas son el resultado de las combinaciones y la obra de los individuos. Los que parecen dirigirlas no siguen más que movimientos telúricos. ¿Quién puede erigirse en juez de la conducta de los hombres en medio de nuestras crisis y tormentas?”. Desde luego, podía ser un asesino pero conservaba sentido de la grandeza, no como otros.
Así, se cuenta que cierto día del siglo XXI fueron citados, ante el Tribunal de la Historia, Pepiño Blanco, Leire Pajín, Soraya Saenz de Santamaría y Alicia Sánchez Camacho. Sin respeto alguno a la seriedad del lugar, comparecieron armando un guirigay de mil demonios, acusándose los unos a los otros de las más inauditas fechorías, y sin tener pajolera idea de qué hacían allí. Se vieron sorprendidos al comprobar que se les acusaba de haber degradado la vida española, no tener lo más mínimos conocimientos de ciencia política y haber arrojado a la enfermedad mental, o directamente a los manicomios públicos, a lo más selecto de la intelectualidad del país.
Cuando se dieron cuenta de que la cosa iba en serio, al principio creyeron que todo era obra de la perfidia de sus enemigos, aceptaron los consejos de Pepiño, dentro de sus limitaciones conservaba algunas luces, y encomendaron su defensa a un achacoso pensador marxista al que prometieron sacar del sanatorio si conseguía su absolución. El elegido, con poco convencimiento, y menos ganas, planteó su alegato: la culpa no era de aquellos infelices. La muerte de las ideologías habia devuelto a la vida privada a los más preparados, y la ciudad había quedado en manos de los que concebían la política como un simple instrumento de jolgorio y diversión.
Como tenían poca imaginación, y menos originalidad, se dedicaron exclusivamente a la conquista de votos, ofreciendo al público todo tipo de regalitos; en consecuencia eran los menos sabios los que conservaron el poder. Nadie sabe si convenció al Tribunal, parece que no. Sólo queda constancia de que la Historia, después de encerrarnos en un parque infantil, decidió abandonar para siempre nuestro país, dejándonos en el limbo: un espacio al cuidado de charlatanes, titiriteros, cotillas y pícaros, al menos nadie podía decir que fuera aburrido. Es cierto que algunos ilusos, con algo de esperanza, decidieron exilarse en Tanzania: tierra de promisión. Paradójicamente Fraga siempre había tenido razón, España era diferente.
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