Decía admirativamente Bernal Díaz del Castillo que eran poco más de cuatrocientos españoles los que entraron en la ciudad de México, pues “nunca se había visto antes, ni entre los antiguos ni en los modernos, gente que tal atrevimiento tuviesen”. Tanto que fueron capaces de eliminar a sangre y fuego una civilización, lo mismo que en Perú, en medio de querellas entre almagristas y pizarristas. Luego se arrepentían, haciéndolo también con grandeza, como Fray Antonio Montesino, que, calificándose de “voz que clama en el desierto”, tuvo la osadía de denunciar las atrocidades de los conquistadores, o el Padre Bartolomé de las Casas cuando, con la cólera que genera la injusticia, señaló: “entraron los españoles en las Indias como tigres e lobos y leones de muchos días hambrientos”.
Vivimos, como decían nuestros arbitristas del XVII, “fuera del orden natural de las cosas”, no tenemos términos medios. El arte religioso español, por ejemplo, carece de matices, no puede ser más crudo: las Vírgenes son trágicas, incluso patéticas. Las Madonnas italianas, en cambio, bellas, basta con observar las de Antonello da Messina llenas de mundanidad y femenino interés, o las de Rafael, un homenaje a la pura y simple sensualidad. ¿Y cómo calificar “la coronación de espinas” de Ribera?; los verdugos de Cristo están llenos de crueldad, expresan una soberbia personificación de la maldad. Con razón, los hispanistas franceses se lamentaban de esas iglesias tan “tristes y frías” de España. Nuestro arte, como diría Kant, es sublime, pero no se acomoda a las cualidades de armonía y belleza propias de la normalidad.
Enrique IV reprochaba a los nobles castellanos sus deseos de iniciar una contienda, señalando críticamente: “cómo se nota que no son vuestros hijos los que mandáis a matar”. No se lo perdonaron, quedó para la eternidad con el sobrenombre de “El Impotente”, el símbolo de la cobardía y debilidad, uno de aquellos españoles que mueren por “do más pecado había”. Así en plan desgarrado, y sin ningún tipo de pudor. Fuimos el último gran Imperio premoderno, cuando las ideas de racionalidad, tolerancia y punto medio estaban muy lejos, todavía, de ser aceptadas por los europeos. Para la Historia hemos quedado como una tierra de locos y santos. El mundo de Calderón era el de los sueños, todas las cosas lo eran, aunque ninguno los entendiese.
Las sociedades enfermas proyectan sus culpas, pues no pueden aceptar su propia responsabilidad. Así, los catalanes pretenden distinguirse, y huir. Llevan toda la vida a nuestro lado, son tan bestias como nosotros: ¿se han olvidado de las cruedades de los almogávares? Todos los grandes países tienen una historia detrás, también España.
No hay comentarios:
Publicar un comentario