martes, 25 de mayo de 2010

Sócrates derrotado


Platón, en su “Defensa de Sócrates”, recoge el contenido de su último alegato a los atenienses en el que les advierte: “Podéis estar seguros de que si yo me hubiese puesto a intervenir en la política, muchos lustros ha que se me habría dado muerte, y ni a vosotros ni a mí mismo habría sido útil en cosa alguna. Necesario será que el que quiera verdaderamente luchar en defensa de lo justo, si pretende sobrevivir algún tiempo, por poco que sea, actúe en privado y no en público”. Sus palabras han tenido validez en todas las épocas, y mucho más en España. Ningún estadista que haya verdaderamente destacado ha terminado bien.

Si fijamos la atención exclusivamente en nuestro país, desde la transición nos encontraremos con el siguiente panorama: A Suárez estuvieron a punto de matarlo el 23 de febrero, arruinándole después en su honra y vida, Felipe González se salvó por bien poco de que lo enviaran a la cárcel y, por su parte, las injurias a Aznar forman parte del desahogo mediático de todos los días. Si nos remontamos atrás, Azaña se libró de ser entregado por los nazis a la dictadura franquista simplemente porque se adelantó, muriendo de pena en Montauban. Como es lógico, Zapatero quedará al margen porque, como todo el mundo sabe, no se dedica a la política.

No es ya que nuestro defecto nacional sea la envidia, es indudablemente cierto pero se ha convertido en un tópico. Hay algo más, relacionado con la irresistible tendencia a la vulgaridad de las sociedades humanas. Nadie puede ser más que nadie; si lo es corre el serio riesgo de ser eliminado. Existe una especie de pulsión de mediocridad que tiende a reaccionar contra las personalidades brillantes e inteligentes. Sócrates se refería a la política, pero se da en todos los ámbitos: la genialidad de Albert Einstein queda atenuada por su desordenada conducta matrimonial, con el abandono de la familia. Igualmente, si es posible admirar a Kennedy será porque inmediatamente se compense por la afirmación de que tuvo relaciones con la mafia, y su padre simpatizó con el nazismo, y así sucesivamente. Un solo campo queda a salvo, el de los deportistas, porque la fuerza o la destreza física no se consideran atributos extraordinarios, cualquiera de nosotros los puede tener.

Con el triunfo de las masas, el fenómeno ha llegado a su fin. Todos, por lo menos los políticos, resultan tan normales que sería absurdo envidiarlos. Esperanza Aguirre o Pepiño Blanco son, con independencia de meteduras de pata, buenos muchachos. Tan ingenuos como cualquier mortal; se creen importantes y serios, nadie querrá eliminarlos. Pero la verdad inspiran aburrimiento, también asombro.

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