Al parecer, los recientes atentados islamistas están haciendo pensar en la posibilidad de que las medidas de control lleguen hasta el registro corporal, mediante aparatos de detección susceptibles de desnudar indiscriminadamente a todos los viajeros. El motivo es evidente: la defensa de la seguridad colectiva. Pero, en el fondo, es el resultado final de una sociedad de masas en la que el individuo nada cuenta frente a las mismas. Es posible, como diría Shakespeare, que “la vida sea un cuento absurdo, narrado por un idiota sin gracia, lleno de ruido y furia”; sin embargo, para vivir con tranquilidad, necesitamos creer lo contrario y partir de la idea, aun cuando fuese falsa, de que nuestra personalidad tiene valor, que no somos objetos susceptibles de ser utilizados a la pura y simple utilidad de la mayoría.
Es un problema de respeto a un valor esencial del ser humano, imposible de demostrar, pero imprescindible en nuestro desarrollo: el de la intimidad. Nuestra civilización ha partido de la idea de que somos distinguibles unos de otros, no somos una masa dotada de alma única. Por eso, lo más profundo de la persona normalmente origina sentimientos de vergüenza, o de pudor, probablemente porque nos dejan al descubierto, al poner de relieve nuestra última individualidad, lo qué realmente somos. Es verdad que, si aceptáramos la tesis de Douglas Hofstadter, no constituiríamos más que “una ilusión necesaria, un mito o una alucinación imprescindible, resultado de un complejo perceptivo tan sofisticado, la actividad de nuestro cerebro, que puede contemplarse a sí mismo”.
El alma no sería más que “el resultado del zumbido de sus partes”. Aunque fuese así, no podríamos vivir sin creer lo contrario. En el fondo, aunque sea paradójico, dada su defensa de la iniciativa individual, son los Estados Unidos de Norteamérica quienes están contribuyendo más efectivamente a la desaparición de la originalidad. Su carácter puritano, con la interpretación literal de los textos bíblicos, ha hecho que se hayan tomado demasiado en serio aquel pasaje de los Evangelios de San Juan según el cual “todo el que obra mal aborrece la luz, y no viene a la luz, para que no sean puestas en descubierto sus obras; pero el que obra la verdad viene a la luz, para que se manifiesten sus obras como hechas en Dios”.
En consecuencia, todo debería estar expuesto a los rayos del sol. Pero aunque el Príncipe de las tinieblas pueda amar la oscuridad, me confieso ferviente partidario de ella. El secreto no tiene por qué ser pecaminoso; y aun cuando lo fuese, prefiero condenarme para toda la eternidad a que los poderes públicos, o los medios de comunicación, puedan desnudarme para demostrar mi esencial identidad con los demás.
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