Por desgracia, en este país es muy difícil encontrar grandeza moral, por lo menos la que demostró Manuel Azaña cuando en discurso pronunciado el 18 de julio de 1938, es decir, en plena Guerra Civil, pidió a todos sus compatriotas que pensaran en los muertos: “que ya no tienen odio, ya no tienen rencor y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón". Quienes albergaban, en medio del fanatismo y el horror, sentimientos de esta índole no merecían haber perdido. En plena lucha, rodeados de odio y horror, eran todavía capaces de pedir perdón, quienes les derrotaron desde luego no.
Sin embargo, han pasado cerca de setenta años. Todo lo que ocurrió forma parte de la historia, y en ella los hombres constituyen simples accidentes de un entramado global, pues desgraciadamente su rostro se ha desvanecido. Prácticamente, no quedan ni verdugos ni víctimas, y en los excepcionales casos en que todavía pudieran determinarse ¿cómo podría intervenir el Derecho? No se trata ya de la necesidad de mantener garantías elementales de un Estado civilizado, como el instituto de la prescripción o el principio de legalidad penal, es que sería imposible el desarrollo de cualquier procedimiento jurídico cuando ha desaparecido la más mínima inmediación a los hechos. Ya no podría buscarse una verdad en derecho basada en pruebas susceptibles de ser constatadas más allá de toda duda razonable.
El juicio final sobre lo realmente ocurrido pertenece únicamente a la Historia, pero entonces ¿qué pretende Garzón con sus diligencias? No parece muy sensato llevar a los tribunales las contiendas ideológicas; sería absurdo confundir la responsabilidad moral o política con la jurídica, que sólo puede determinarse mediante técnicas de esa clase, depuradas a través de un trabajo de siglos. Todavía más disparatado sería convertir el proceso en un circo por la simple razón de que lo estaríamos dejando en manos de charlatanes. En este país siempre hemos sido muy dados a las ejecuciones públicas sancionadas por el sacrosanto dedo del Inquisidor, pero eso queda fuera del ordenamiento jurídico, al menos de uno que se pretenda mínimamente moderno.
A estas alturas, lo único que podría reconocerse, como ha señalado un conocido hispanista, es que a veces España sólo inspira vergüenza. Da la impresión de que en el fondo todos quisieron ir a la guerra. Muchos años después de la misma, el bondadoso cardenal Vicente Enrique y Tarancón recordaría: “Creo que llegamos todos a convencernos de que el problema no tenía solución sin un enfrentamiento en la calle. Durante meses creo que toda España estaba a la espera de lo que iba a ocurrir. Media España estaba contra la otra media, sin posibilidad de diálogo. Habían de ser las armas las que dijesen la última palabra…Lo cierto es –hay que confesarlo con honradez- que todos confiábamos entonces en la violencia y juzgábamos que ésta era indispensable, echando, claro está, la culpa a los otros”.
En cualquier caso, los republicanos que se opusieron al Alzamiento defendieron la separación de la Iglesia y el Estado, la esencial igualdad de los hombres así como un orden social justo que mejorase la suerte de la clase obrera y eliminase la miseria en el campo, la liberación de la mujer, la generalización de la cultura y la enseñanza y la identificación con los países más próximos de la Europa occidental. El discurso ideológico de los sublevados era, en cambio, exclusivamente defensivo: la conservación de la “España eterna”. A la altura del siglo XXI, ¿es posible dudar entre ambos modelos? Desde luego no, al menos desde la estética. En este aspecto, el de la belleza de las formas, los sublevados no pudieron competir jamás con los republicanos.
En el terreno de las palabras, la inteligencia y la sensibilidad, su victoria fue indudable. Sin embargo, perdieron la guerra, y muchos de ellos fueron objeto de crimen y persecución. Desgraciadamente, sus verdugos no fueron nunca castigados. Pero ya no es racionalmente posible que intervenga el derecho, dejemos todo, entonces, en manos del tranquilo trabajo de los investigadores. Parece, al menos, más sensato.
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