La civilización occidental, por lo menos a partir de la Revolución francesa, no podría entenderse sin la consagración de la libertad de expresión. Un “robusto y desinhibido debate”, en palabras del Tribunal Supremo norteamericano, será la condición necesaria para un pueblo libre. Su defensa vino rodeada además de estética, basta comprobar la forma en que lo hace Alexander Meiklejohn: “Cualesquiera que puedan ser las inmediatas ganancias y pérdidas, los peligros para nuestra seguridad provenientes de la represión política son siempre más grandes que los derivados de la libertad. La represión es siempre torpe. La libertad siempre sabia…”.
La censura resulta ineficaz, ¿para qué? No es necesario desechar ningún pensamiento, por malvado o incorrecto que pudiere parecer. Si se le somete a las leyes del mercado, que también rige en el terreno de las ideas, será éste el que terminará indicando cuáles son los que merecen rechazo social y no pueden mantenerse. Es muy simple: Mediante el intercambio de opiniones los hombres se proporcionan información y, al final, la verdad terminará por imponerse sobre el error. Una conclusión optimista, de orígenes claramente puritanos, que no puede sostenerse más que sobre la certeza de que Dios no abandonará a los suyos. Y es que el universo cristiano, su mundo de valores, ha impregnado la cultura occidental hasta en sus manifestaciones consideradas más laicas y de progreso. Sea como fuere, gracias a ello, la ciencia y la investigación están a punto de conquistar las estrellas. Ya no hay vuelta atrás, sería imposible por la multiplicidad de canales de comunicación.
Sin embargo, esas libertades han traído otras consecuencias no tan positivas: Como advertía Suart Milll, la disminución de la originalidad está siendo el resultado más claro del progreso. La pérdida de la individualidad no es más que la consecuencia de la imposibilidad de mantener reductos reservados, cerrados a la posibilidad de conocimiento. Lo que ocurra en la esfera pública, en la que se incluye todo lo que tenga interés por íntimo que pudiera ser, va a ser conocido por la ciudadanía. Y si antes podías terminar en la cárcel, lo que no dejaba de ser un honor, por tu heterodoxia, ahora el riesgo es mucho mayor: la exclusión social. Si hasta la forma de amar es condicionada por la televisión, dejarás de tener una existencia diferenciada. Para los puritanos el secreto era pecaminoso, y utilizando los argumentos del pensamiento liberal consiguieron sacarlo a la luz del sol. Pero si todos somos ya iguales, ¿para qué la libertad?
No hay comentarios:
Publicar un comentario