Una sociedad que se complace morbosamente en los aspectos más sórdidos de un delito está enferma, busca su diversión antes que la reparación del daño realizado.Todo lo que está ocurriendo últimamente en relación con la justicia inspira vergüenza. Así no se puede seguir, de ello son responsables no solamente los funcionarios judiciales que se equivocan y los políticos incapaces de asegurar su buena administración. La mala educación de la ciudadanía y unos medios de comunicación irresponsables contribuyen también, y lo hacen en buena medida. Las ejecuciones públicas, tan propias de la Edad Media, han reaparecido en Occidente. Parece que las hogueras en la plaza pública siguen conservando un enorme poder de seducción. Antes los pecadores estaban condenados a llevar los “sambenitos” impuestos por la Inquisición, ahora basta con someterlos al vigilante ojo de la prensa.
Decía W. Schivelbusch que “el miedo a ser derrotados y destruidos por hordas bárbaras es tan viejo como la historia de la civilización. Imágenes de desertización, de jardines saqueados por nómadas y de edificios en ruinas en los que pastan los rebaños son recurrentes en la literatura de la decadencia, desde la antigüedad hasta nuestros días”. La verdad es que no ha habido que esperar mucho, están ya aquí. Si hay algo que lo demuestra con evidencia es la generalización de la estupidez, lo que los antiguos llamaban las tinieblas, y sobre todo la crueldad.
En un fascinante trabajo, de muy reciente publicación en España, con el título “Los bárbaros. Ensayo sobre las mutaciones”, Alessandro Baricco coincide en que los mismos se han apoderado ya de nuestra civilización. No se trata de los viejos, y desde luego ya achacosos germanos situados en las fronteras del Imperio, tampoco de los integristas musulmanes del presente cuyo desprecio hacia la inmoralidad y “afeminamiento de Occidente” les puede haber impulsado a reducirnos al fin a cenizas. No, los bárbaros son ahora nuestras propias masas que decididas a ocupar todos los instrumentos de poder, aún los más prestigiosos, los vulgarizan mediante su comercialización y les hacen perder su esencia.
Poco a poco se van apoderando de las instituciones clave del aparato estatal. Ya lo han hecho en la Justicia, desde el momento en que sus decisiones dejan de estar en manos de los técnicos para confiarse al más “democrático” veredicto de las masas, lo que es tanto como decir de la televisión. El proceso penal fue concebido como una creación de la razón, nunca como un espectáculo teatral, pero la activa presencia de los medios de comunicación puede haber cambiado todo. Da la impresión de que el interés de la información de tribunales depende no tanto de la exacta reproducción de la realidad cuanto de su capacidad para suscitar la atención del público. Es verdad que los periodistas compiten en un mercado sujeto a estrictos criterios de audiencia, triunfando el que se lee y, sobre todo, el que se oye o ve más.
Pero el riesgo se encuentra, entonces, en la tentación de ofrecer los hechos en la forma más vendible, es decir, la más atractiva. Lo que ocurre es que, si lo admitimos, se estará dejando de informar. Además, la obsesión por vender degrada no sólo a los afectados por la noticia, sobre todo al público en general. Serán los aspectos más morbosos de la realidad los que inspiren interés. ¿Por qué los crímenes sexuales apasionan tanto? Probablemente habría que recurrir a Freud para explicarlo. Sin necesidad de hacerlo, es posible constatar que el hombre normal sigue todavía en el “estado de naturaleza”, es cruel y se regodea con la humillación de los culpables. Criticamos a algunos países islámicos por proceder a la decapitación, a veces ahorcamiento, público de los delincuentes. Nosotros hacemos lo mismo, sólo que en forma más sofisticada utilizando el Internet.
El mercado de la noticia se rige por criterios de simplificación. Lo que más vende es lo que se puede entender, por ello los matices tienden a disfrazarse o desaparecer. A la larga, quizá resulte mucho más interesante adornar la realidad que contarla. Pero, en ese caso, no se habrá entendido nada y todo marchará igual. Da la impresión, además, que de lo que se trata en este momento es de buscar a toda costa un culpable. Desde luego el que tiene todas las cartas es un determinado Juez, y a lo mejor lo merece. Pero es el sistema en su conjunto el que ha fallado. Y, sobre todo, lo que inspira pura y simplemente asco es que los tribunales se hayan convertido en un circo destinado a entontecer al público. ¡Siglos de lucha por la racionalidad en la justicia para llegar a esto!
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