Los partidos nacieron como un instrumento para facilitar la expresión de las ideologías contendientes, hacer propaganda de las mismas y movilizar al electorado con el objetivo de conseguir la mayoría en las Cámaras. Constituyen un fenómeno de los siglos XIX y XX íntimamente ligado a sus convulsiones revolucionarias; empezaron a tener sentido cuando hubo lucha política que desarrollar. En Occidente puede decirse que ya no existen, salvo grupos marginales carentes de presencia real, cómo va a haberlos cuando la propia Unión Soviética ha claudicado. ¿Qué diferencia sustancial hay entre un socialista y un demócrata cristiano en Alemania, o entre un laborista y un conservador en Gran Bretaña?
Podría deducirse que estas organizaciones han retornado a su primitivo carácter de grupos dirigidos exclusivamente a la obtención de poder e influencia. Los partidos actuales se han hecho intercambiables, incluso en sociedades caracterizadas desde siempre por su radicalización. Así, en España sería lícito sospechar que el Partido Popular hace tiempo ya que se ha rendido. Se suele decir que éste es un país de izquierdas, y lo demostraría la dificultad que tienen las fuerzas denominadas conservadoras para conseguir el triunfo electoral. Curiosamente, la reacción del PP no ha sido nunca la de combatir esta tendencia, lo que ha hecho es intentar adaptarse a ella. Habrán pensado que si para ganar hay que ser más avanzados que nadie, y renegar de los “señoritos”, deben ser los primeros en hacerlo.
Da la impresión de que se parte del temor de que la mayoría del electorado rechaza a priori los planteamientos intelectuales de fondo que caracterizaban a un partido de derechas. En consecuencia, los argumentos considerados progresistas no se discuten; la crítica se limitaría a incidir sobre la eficacia o competencia de la gestión gubernamental. La ideología habría desaparecido, sólo existiría administración…Una paradoja cuando, de manera callada, sin estridencias y sin formularse teóricamente, estamos viviendo en Europa, en España también, una auténtica revolución cultural. Todo se esta transformando: el concepto tradicional de familia, las relaciones Iglesia-Estado, la supervivencia de la Nación, el papel de los extranjeros en las sociedades de acogida, las técnicas de representación…
No obstante, parece como si lo “políticamente correcto” impidiera formular alternativas. Como todo lo nuevo se reviste de etiquetas humanitarias, recibe en la práctica un consenso unánime.
Es evidente que el modelo económico no se pone en cuestión, el Estado del Bienestar representaría la síntesis final de una lucha de siglos dirigida a combinar propiedad con igualdad. Pero la política no es sólo economía, aunque así lo pretendiera el mecanicismo marxista. Sin embargo, si lo único que interesa es la conquista de parcelas de poder personal, lo prudente es no remover demasiado las cosas, tampoco a nivel ideológico. El PSOE se estaría así convirtiendo, dentro de un mismo partido de orden, en su ala alegre dirigida a obtener mayores grados de liberación personal, y el PP en la triste que, sin atreverse a negar las pretensiones de la otra, refunfuña un poco sin manifestar una contundente oposición. Puede ser peligroso negarle a la gente su parcela de diversión…
Es verdad que, a cambio de la conformidad, los partidarios de unas y otras formaciones suelen dedicarse al insulto y la descalificación, pero en España eso es completamente normal: nuestra tradicional falta de estilo cuando lo que está en juego es el interés y la vanidad. Prescindiendo de esto, al fin y al cabo una incidencia, la lucha ideológica puede considerarse finiquitada. ¿Quién sigue ya las sesiones parlamentarias o, incluso, las tertulias radiofónicas que tanta expectación levantaban hasta tiempos relativamente recientes? La política no interesa, es evidente, pero gran parte de la responsabilidad se encuentra en las propias formaciones partidarias, que eluden cualquier intento de contradicción del modelo social que entre todos vienen construyendo.
A lo mejor es que, sin que algunos nos hubiéramos dado cuenta, se habría alcanzado ya el denostado “fin de la historia”. Mal asunto sería, pues los que se opusieren, más pronto que tarde, se convertirían en simples enfermos, y la verdad ponerse en manos de un psiquiatra producto híbrido del PSOE y el PP se nos antoja escasamente deseable.
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