Recientemente, el
famoso físico teórico Carlo Rovelli en su libro El orden del tiempo nos ha narrado una historia contenida en un
texto budista del siglo I de nuestra era, el Milinda-Pañja: A preguntas del rey
Milinda, el sabio Nagasena niega su propia identidad personal diciéndole: “Me
llamo Nagasena, ¡oh, gran rey!; pero Nagasena no es más que un nombre, una
denominación, una expresión, una simple palabra: no hay aquí sujeto
alguno…Nagasena no designa sino un conjunto de relaciones y acontecimientos”.
El texto le sirve para plantearnos una de las grandes dudas de la ciencia
contemporánea: ¿los seres humanos tienen una realidad consistente? A lo mejor
no tienen ninguna, y se mueven por impulsos eléctricos como si fueran muñecos.
Aun siendo así, y aunque nuestro mundo fuera un simple sueño, algo irreal, lo
cierto es que para funcionar es necesario que nos atribuyamos una identidad,
caso contrario no nos reconoceríamos y el espectáculo no podría continuar.
En el sueño que vivimos,
desde sus mismos inicios, una característica ha servido para relacionarnos, la
del sexo. Así machos y hembras, desde que en Matrix se desarrolló el fenómeno
de la evolución y los australopitecos dieron lugar a los primeros ejemplares
del homo, han creído unirse para garantizar la reproducción. Los hombres tenían
unas determinadas características, o así se pensaba, y las mujeres otras. Ambas
se complementaban y ejercían de factores que propiciaban la mutua atracción. En
un plano teórico, que servía de modelo, el hombre poseía fuerza física,
valentía e inteligencia, la mujer ternura, debilidad y sentido de la
protección. Así, todo encajaba hasta que, ya desde Simone de Beauvoir,
corrientes cada vez más poderosas de pensamiento han puesto de relieve una
distinción que creen elemental: la del sexo y el género. No serían lo mismo ni
mucho menos. Mientras que el sexo supondría una categoría biológica, el género
lo es cultural. Así, la diferencia sexual dependería estrictamente de los
genitales en tanto que el género sería un producto de la historia, que habría
atribuido los caracteres positivos y protagonistas al hombre y habría convertido a la mujer en un ente
sometido.
¿Y por qué se habría
comportado así la historia? Por una razón muy sencilla, nuestras sociedades
serían patriarcales, estarían construidas en beneficio del varón. En
consecuencia, las mujeres habrían sido educadas para descanso del “guerrero”
pues se castiga de una manera u otra a las que son capaces de salirse del
guión. De acuerdo con este planteamiento, el pacto social, que los ilustrados
elaboraron en el siglo XVIII para limitar el poder político, excluyó
conscientemente a la mujer. Es interesante señalar cómo las feministas hacen
objeto de todo tipo de reproches a Rousseau cuando, en su célebre Emilio, al
buscarle esposa, Sofía, se expresa en la siguiente forma: “el dominio de la
mujer es un dominio de dulzura, de habilidad y de complacencia; sus órdenes son
las caricias, sus amenazas las lagrimas. Ella debe reinar en la casa como un ministro
en el estado, procurando que le manden lo que ella quiere hacer”. Es más, lo
que no deja de ser curioso desde un punto de vista social, también escandaloso
para muchos, cuando se refiere a la niñez de Sofía llega a decir algo así como
mirad cómo juega con las muñecas, ella misma es muñeca.
Lo anterior es
ciertamente una construcción cultural, de manera intuitiva todo el mundo ha
sabido que no por el hecho de ser varón se tenía que amar el fútbol, jugar con
los soldaditos y pelearse en el patio. Tampoco todas las mujeres tenían que preocuparse por las casitas, leer
el Hola o tener la sensibilidad suficiente para parecerse a la refinada Mme de
Sorquainville en el retrato de Perronneau. Aunque fuere así, lo que no parece
prudente es construir el mundo desde cero. Edmund Burke lo advirtió con
expresividad: "Cuando veo el espíritu de la libertad en acción, me doy
cuenta que se ha puesto en marcha un principio muy poderoso, y esto es todo lo
que, de momento, puedo discernir. El gas carbónico se ha desatado”. Las
revoluciones se desatan, pero casi siempre rebasan los límites de la racionalidad. Nadie puede negar, desde el
momento en que la moralidad religiosa ha dejado de contar, y cualquier otra
está por definir, que los hombres y las mujeres pueden configurar su
personalidad psicológica sin estar predeterminados por su aparato reproductor.
El problema radica en que una educación poco inteligente o ideologizada lleve a
niños y niñas, en la edad de primera formación, a no ser capaces de distinguir
o les suma en el desconcierto.
No se puede convertir lo blanco en negro, o el hombre en mujer de un
día para otro. Es infantil pensar que la diferencia sexual implica hostilidad;
el que lo crea así carece del esprit de finessse que pedía Pascal, es decir, de
la sensibilidad necesaria para solucionar con medida los conflictos que nos
trae la vida, sea esto Matrix u otra cosa. Si la historia la hubiesen escrito
machos celosos y violentos, habría que pedir que ahora no ocurriese al revés. El
fanatismo nunca ha sido privilegio del varón, y el pensamiento único es peligroso. Es mejor
dudar.