miércoles, 31 de enero de 2018

Puigdemont no goza de inmunidad El Mundo Madrid



El problema de Cataluña ha dejado de afectar al Derecho, sería absurdo planteárselo en esa forma. Cuando los delincuentes vulneran el ordenamiento jurídico, se aplica la sanción que corresponde y punto. Pero cuando abordan un escenario bélico, el Estado debe ser consciente y actuar en consecuencia. Los independentistas ya no están interesados en vencer legalmente, aspiran a la destrucción del contrario por cualquier medio, incluido el del engaño.

Los representantes de Junts per Catalunya alegan ahora que Puigdemont está protegido por la prerrogativa de la inmunidad, y por tanto no puede ser detenido. Manipuladoramente, sostienen también que el Parlement es inviolable, nadie, ni siquiera la autoridad judicial, podría acordar ninguna medida de privación de libertad de un parlamentario en su interior.  Ambas afirmaciones son falsas,  basta con precisar lo siguiente:

Primero.-Sólo los miembros de las Cortes Generales, Diputados y Senadores, gozan de inmunidad en sentido estricto: es decir, según el artículo 71. 2 de la Constitución española, de la imposibilidad de ser procesados  o inculpados sin la previa autorización de la Cámara correspondiente. Tampoco pueden ser detenidos salvo caso de flagrante delito.

Segundo.-Los miembros de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas, en cambio, no gozan de esa prerrogativa. Y tan ello es así que, cuando la Ley 2/1981, de 12 de febrero, del Parlamento Vasco, pretendió atribuírsela a sus parlamentarios, la STC 36/1981 declaró tajantemente que dicha norma era inconstitucional.

Tercero.- Está claro por tanto que no goza de inmunidad. ¿Cuál es, entonces, la razón del problema? Muy simple: los diputados de dichas Asambleas Legislativas son titulares de una denominada “semiinmunidad”, circunscrita a la imposibilidad de detención salvo en caso de flagrancia. De hecho, así lo declara  el Estatuto de Autonomía para Cataluña en su Artículo 57.

Cuarto.-Se dirá, entonces, que tienen razón: no puede ser detenido. Pero eso constituiría un puro disparate. Las normas jurídicas no pueden interpretarse literalmente, es necesario hacerlo de acuerdo con el contexto y antecedentes. Lo que los textos jurídicos han protegido desde la revolución inglesa del siglo XVII, y la Constitución francesa de 1791, es la libertad del parlamentario frente al arresto gubernativo o policial, que es algo completamente distinto de lo que ahora se trata. Una cosa es la policía y otra muy distinta un Juez, que constituye la última garantía.

Quinto.- Pero, además y es algo elemental, Puigdemont incide hoy día, y mientras no sea puesto a disposición del Juez, en flagrante delito.  Su actitud es susceptible de calificarse jurídicamente como rebelde y sediciosa, sin que tal actividad haya sido consumada. Bien al contrario, sigue manifestándose y con enorme riesgo para la seguridad jurídica. En cualquier momento, entonces,  puede y debe ser detenido.

Sexto.- En definitiva, Puigdemont no goza de inmunidad. No hay nadie que esté por encima del Juez, y menos los rebeldes y sediciosos que en este mismo momento están cometiendo el delito.

         Por último, es necesario recordar que la inviolabilidad de una Asamblea Legislativa sólo se mantiene en tanto actúe conforme a derecho. Caso contrario, se coloca fuera del sistema y  la obligación de un Juez es  acordar lo necesario para su vuelta a la legalidad. Si hay que entrar en su interior, por supuesto se puede entrar. Entender otra cosa, sería un disparate conceptual. Un Estado serio no puede dejarse vencer por las dudas cuando está en juego su propia supervivencia



jueves, 25 de enero de 2018

¿Existe la izquierda? ABC




Los juristas medievales decían que la “cosa juzgada” era capaz de hacer de lo blanco negro, y de lo cuadrado redondo. Si eso hace la cosa juzgada, ¿qué no será capaz de hacer la propaganda? Con un ejemplo nos basta: la reivindicación de la igualdad. El tan celebrado Thomas Piketty afirma que nunca ha existido una sociedad tan desigual como la actual, y la izquierda nos denuncia continuamente el “aumento de las injusticias generadas por un capitalismo ávido y codicioso”. La verdad es que es algo radicalmente falso. En mi ciudad de origen, Tánger, cuando nací persistía la Edad Media, ahora sigue siendo pobre pero de amplias clases medias. Y en España, basta recordar que hace sesenta años se vivía en un mundo esencialmente rural, lo mismo podría decirse de Italia y no digamos de Portugal. En el fondo, no se enteran de que, desde el final de la segunda guerra mundial, Occidente ha experimentado la consolidación de una “sociedad de izquierdas” desde un estricto punto de vista marxista. Que pueda estar en peligro es una cosa completamente distinta.

Caído el “telón de acero” y desintegrada la Unión Soviética, es posible extraer la paradójica conclusión de que la famosa dialéctica marxista ha funcionado con todo su rigor: frente a un capita­lismo primario cruel y agresivo, tesis, se habría desarrollado la antítesis revolucionaria, singularmente comunista, que constituiría la negación radical de todas sus afirmaciones. Ambas, tesis y antítesis, habrían sido superadas progresivamente, síntesis, por un sistema que respetando el mercado y la libertad habría hecho posible la redistribución de la riqueza. El mundo occidental se habría aproximado al viejo sueño del socialismo en libertad, sin necesidad de acudir a peligrosos estallidos revolucionarios. La actitud neutral y pasiva ante las rela­ciones privadas de la burguesía va a evolucionar hacia el Estado del Bienestar. En la realidad, el miedo al atractivo comunista determinó que el aparato esta­tal se viese compelido a realizar el trabajo indispensable para la eliminación de los focos de miseria y desigualdad que la lucha por la existencia, propia del primer capitalismo, habían origina­do.

 Las principales manifestaciones de este nuevo modelo de Estado se encuentran en aquellos sectores económicos que más pueden afectar en la calidad de vida de las masas: la salud, la vivienda y la seguridad social van a ser objeto de políticas destinadas a asegurar su acceso a los sectores más desfavorecidos, evitando la marginalidad. Por otra parte, la generalización de la enseñanza se convierte en instrumento de promoción de tal eficacia que, desde finales de los años ochenta del pasado siglo, los programas Erasmus, por ejemplo, han conseguido que los estudiantes universitarios puedan completar su formación en centros de enseñanza de otros países. Lo que implica un proceso de intercambio de tal ambición como nunca antes se había podido realizar, y, en sí mismo, constituye un singular medio de igualación cultural.  Cualquiera, si tiene los méritos suficientes para ello, puede escalar a lo más alto de la pirámide social, por lo menos la educación que ha estado en condiciones de adquirir le permite soñar con ello.

Uno de los datos decisivos para comprobar el  carácter democrático de una sociedad es el análisis de su capacidad de movilidad. Y actualmente es tan efectiva que un modesto futbolista puede hacerse de oro en pocos años, adquiriendo una villa en el lago Como, lo que antes sólo los plutócratas podían hacer. No se trata de una cita al azar, al parecer Lionel Messi lo consiguió el año 2014. Nunca antes en la historia de la humanidad se había llegado a un nivel tan elevado, no ya de bienestar, de lujo cabría hablar, incluso de despilfarro. Lo que no impide apreciar la existencia de síntomas preocupantes de quiebra del sistema. En cualquier caso y aunque nunca pueda hablarse del “mejor de los mundos”, ni en la forma irónica de Voltaire ni en la pomposa de Leibniz, si alguna vez se lograse no estaría muy lejos del modelo en el que hemos vivido las décadas finales del siglo XX .

Han pasado muchos años, desde 1849, cuando el gran Víctor Hugo denunció ante la Asamblea Legislativa la miseria y angustia del proletariado francés, terminando su discurso en la siguiente forma: “Digo que  hechos como esos, en un país civilizado, comprometen la conciencia de la sociedad entera; que yo me considero, yo, que les estoy hablando, cómplice y responsable de ellos, y que tales hechos no son solamente injusticias para con los hombres: ¡son crímenes contra Dios!”. Pues bien, con el esfuerzo de personas y organizaciones, desde las cristianas hasta las de carácter  estrictamente socialista o comunista, hoy día vivimos en una realidad socialdemócrata tal igual como nunca en la historia ha existido. Es cierto que siguen actuando organizaciones que se califican de izquierdas, ¿lo son realmente? Si observamos sus programas, la verdad es que carecen de la visión ideológica globalizadora que tenía ella. La izquierda ha muerto porque sus proyectos han sido ya realizados. Defender a los sectores antisistema, como ahora se hace, es otra cosa.





jueves, 11 de enero de 2018

Las raíces del populismo ABC




        
El "ya no nos representan" propio de las movilizaciones de los últimos años expresa una rebelión frente a la vieja política es cierto; pero hay algo más: una manifestación psicológica de rechazo hacía la superioridad ajena. Es una cuestión estrictamente personal: nadie tiene derecho a decidir por mí, que es tanto como decir que nadie es mejor que yo. La diferencia, incluso la de inteligencia, es negada, perseguida también. Entrar en la vida pública, y es muy claro en España, se convierte en algo esencialmente peligroso, un porcentaje nada desdeñable de quienes lo hacen terminan en la cárcel o crucificados. Es mejor recluirse en el mundo de lo privado, muy al contrario que en los tiempos clásicos en los que la brillantez debía exhibirse, si lo haces hoy los medios de comunicación, atentos siempre a las pulsiones de la mayoría, te eliminarán. Es el triunfo del populismo: la supresión de las élites, su misma idea es considerada ya como anacrónica.

Es paradójico que se denuncie la mediocridad de nuestros parlamentarios, cuando ha sido la propia sociedad la que lo ha fomentado, defendiendo la idea de que sólo pretenden acceder a los cargos públicos los que no tienen nada, ni siquiera reputación, que perder. Las masas han triunfado, aun cuando paradójicamente se presenten como víctimas. El fenómeno de ampliación del poder iniciado con las revoluciones americana y francesa parece agotar sus etapas: la soberanía ha ido pasando de la Nación a sus élites, y de ellas a la totalidad de la población utilizando sistemas de representación.  Mientras duró, el Estado del Bienestar parecía haber culminado el "mejor de los mundos". En una sociedad sólida económicamente, izquierda y derecha, progresivamente cercanas, contendían a través de personas con las que se encontraban vinculadas en una relación de confianza, en ocasiones de carácter carismático. Jean Jaurès, en Francia, no fue un simple diputado, llegó a constituir el símbolo de una parte de la Nación.

Como diría Pitkin, los que estaban ausentes, se hacían presentes, es decir,  actuaban mediante técnicas de representación. Y ello era posible porque se admitía la ficción de la superior capacidad de los parlamentarios. Nos basta con citar a Manuel Azaña, Gregorio Marañón o Indalecio Prieto en la II República, o a Felipe González y Fraga en los tiempos modernos. Pero cuando la generalidad de la población está alfabetizada, y en condiciones de opinar, ya nadie es más que nadie ni se acepta que unos pocos puedan adoptar las decisiones que afectan al conjunto. Nos encontramos en el momento final: cuando a la manera roussoniana se llega a la conclusión de que los mandatarios del pueblo no son otra cosa que usurpadores, y  se procede también a eliminarlos.  La inmensa mayoría conoce su fuerza, y se resiste a dejarla en manos de representantes que se han convertido en seres sospechosos.

La repetida idea de que todo poder corrompe, que operaba abstractamente de manera preventiva, es aceptada como un artículo de fe. Todo el mundo se ha convencido de su realidad. Ante una situación de esta naturaleza, el papel de los viejos políticos quiere ser ejercido ahora directamente por cada uno de los ciudadanos, que utilizarán como instrumento a jueces y medios de comunicación. Los segundos asumen la función de fiscales a la manera de Fouquier-Tinville o Vichinski, es decir, a la de épocas revolucionarias en las que el acusado carecía de garantías y su enjuiciamiento estaba sometido al control de los comisarios políticos. Los jueces, por su parte, se acomodan a las exigencias de los medios. Ha desaparecido su “temor reverencial” a la norma jurídica, pues  empiezan a compartir la idea de que no puede ser respetable la obra de unos legisladores a los que la opinión pública considera mediocres y corruptos. Entre unos y otros, están destruyendo un sistema cartesiano surgido de la Ilustración y la Revolución francesa.

Berlusconi, Trump, el mismo Puigdemont, entre muchos otros, son niños malcriados, singularmente soeces e incultos. Pero conocen su terreno: el de los ciudadanos irritados y simples. Es verdad que muchos de ellos poseen un título universitario, pero eso ya no significa absolutamente nada; lo que no tienen es la capacidad para desarrollar métodos de autocrítica que superen la  coartada de que el origen de tus males está en los demás. Todos somos responsables de nuestros actos, y tenemos los abogados, los fontaneros y los políticos que nos merecemos. Y si enfermamos resultaría absurdo prescindir de los médicos porque moriríamos. Parece lógico, ¿no? Pues en Cataluña, por ejemplo, le siguen echando la culpa de sus problemas a un diablo malvado que se llama España. Eso es el populismo…Estúpido sí, pero nos destruye. Ya decía Burke que la tiranía de la mayoría no es más que una tiranía generalizada. No hay democracia real sin inteligencia, buen gusto y duda, lo que no tiene Junqueras aunque se califique como cristiano. Los bárbaros están otra vez en nuestras fronteras.