El miedo a ser destruido por hordas bárbaras es tan viejo
como la humanidad. No es irreal, las grandes civilizaciones han ido
desapareciendo para no volver. Quedan sus “pirámides”, sí, pero, ¿cuál fue su
auténtica razón de ser? El proceso de nacimiento, desarrollo y muerte nos es
consustancial: afecta a los hombres, las familias, las generaciones y las
culturas. El permanente cambio es una ley de la naturaleza. Nada podemos hacer
individualmente para impedirlo, a veces ni siquiera somos conscientes de que se
produce. Si observamos los procesos históricos, lo único que puede constatarse
es que las sociedades que han llegado a la cima pierden vitalidad y son
sustituidas, a veces en forma violenta, en ocasiones paulatina, por otras más rudas
e incultas, pero con la fuerza que proporciona la seguridad en sí mismas. Se ha
comparado el devenir de las civilizaciones con el vuelo de una bandada de
pájaros. No sirve de nada la observación de un solo ejemplar. Es el conjunto el que
se mueve con un sentido que no somos capaces de descifrar, e indefectiblemente
se extingue.
La decadencia de la
civilización occidental es objeto de preocupante reflexión al menos desde
Spengler. Da la impresión de que la conciencia de derrota nos impulsa a esperar
resignadamente el final, no sabemos el momento exacto en que los bárbaros
llegarán pero estamos convencidos de que lo harán. Hay quienes creen que ya
están aquí, en un fascinante trabajo de Alessandro Baricco, Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación,
se afirma que se han apoderado ya de nuestra civilización. No se trata de los
viejos y achacosos germanos, tampoco de los integristas musulmanes del presente
cuyo desprecio hacia la inmoralidad y “afeminamiento de Occidente” les impulsa
a reducirnos a cenizas, y vuelven a encontrase al otro lado de la frontera. No,
los bárbaros son ahora nuestras propias masas, que decididas a ocupar todos los
instrumentos de poder, aún los más prestigiosos, los vulgarizan y les
hacen perder su esencia. Poco a poco se
van apoderando de las instituciones clave del aparato estatal. Ya lo han hecho
con la
Justicia, desde el momento en
que sus decisiones dejan de estar en manos de los técnicos para confiarse al
más “democrático” veredicto del pueblo.
Los padres
de Asunta, por ejemplo, ¿han tenido hasta ahora un proceso con garantías? En mi
opinión, no. Sean o no culpables, han sido arrojados a la morbosa curiosidad de
una opinión pública sedienta de escándalo, y que no está interesada en la
verdad ni siquiera la procesal. Por desgracia, la justicia penal ha dejado de
ser el espacio reservado a la conciencia moral y a la bondad y técnica de los
jueces clásicos, para entregarse a la demagogia de crueles, muchas veces
también enfermos, inquisidores. En estas condiciones, cualquiera de nosotros
puede convertirse en culpable, basta que a las masas, o a quienes las dirijan,
pueda interesarles. El verdadero proceso, además, ya no se desarrolla en
estrados sino en “mentideros” irresponsables. Los “hermanos” de la Inquisición eran capaces antes de llevarte a la hoguera, ahora te
torturan anímicamente, han conseguido todos sus objetivos.
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