Los hombres y sus instituciones están sujetos a cambio, nacen y mueren. Al menos desde Maquiavelo, el pensamiento europeo ha aceptado que las formas de gobierno no son perennes, no hay nada eterno. A veces, sin embargo, puede sorprender la rapidez de los cambios. Paradójicamente, en pleno siglo XX, tan pronto como las Asambleas Legislativas consiguen representar al pueblo en su conjunto surgen serias dudas sobre la eficacia de su funcionamiento. Para empezar, el fenómeno totalitario de los años treinta puso de manifiesto cuestiones que ya habían sido señaladas por Burke: "Se dice que veinticuatro millones de personas deberían prevalecer sobre doscientas mil. Esto sería cierto si la constitución de un reino fuera un problema de aritmética [...]La tiranía de la mayoría no es sino una tiranía multiplicadora".
Era una crítica inteligente pues ponía de relieve el problema real: se pretendía dejar la sociedad en manos de los hombres. Y como nadie podía ser más que nadie, una vez que las explicaciones metafísicas habían sido desterradas del juego político, ello iba a implicar que todos los ciudadanos de un país serían los que determinasen el futuro del mismo. El peligro, entonces, sería que la inmensa mayoría se comportase a la manera de un tirano, pues la tiranía de millones personas es mucho más efectiva que la de uno solo. Los individuos más radicales, o sencillamente los mejor organizados, poseen los medios necesarios para seducir a las multitudes empleando el miedo, la demagogia o la capacidad de manipulación. Y la mayoría así conseguida puede hacer moral lo que es inmoral y convertir lo justo en injusto, pues sería absurdo pensar que el contenido de verdad de una proposición depende del número de personas que la pudieran aceptar.
La accidentada historia de nuestro siglo ha determinado que el pueblo haya dejado de ser, en sí mismo, una garantía. Todo lo contrario, su voluntad puede conducir también a la injusticia y la sinrazón. Incluso, y es lo que pasa hoy, a la vulgaridad y a la estupidez. Las personalidades brillantes se alejan de lo público, ha dejado de merecer la pena. Las masas no utilizan el análisis reflexivo, ni la inteligencia, tampoco le interesan los pensadores ni las dudas. Se comportan como niños mal criados, convencidos que tienen derecho a todo sin ninguna responsabilidad. Además, rechazan cualquier factor de diferencia, por tanto sus dirigentes serán exactamente como ellos: ingenuos, a veces sinvergonzones, envidiosos y poco cultos. Berlusconi es el mejor ejemplo de nuestro mundo, ¡qué diferencia con Berlinguer o Pertini!
¿Significa esto que la democracia ya no sirve? No lo creo, el problema reside en que el pueblo se ha convertido en populacho que sólo reivindica sus deseos más inmediatos y primarios. La reflexión ha sido eliminada. Lenin se hubiera escandalizado, hablaría de alienación. Es cierto que contra las corrientes subterráneas de la historia nada cabe hacer. Sin embargo, los momentos históricos en que las verdades tenidas por inmutables se resquebrajan animan a pensar. Aunque no sirva para nada, siempre es bueno, al menos nos mantiene la ilusión de vivir.
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