sábado, 21 de julio de 2012

Cuestión de estilo

Pierre Bérégovoy, primer ministro francés, se suicidó en 1993 empleando la pistola de un guardaespaldas, como consecuencia de un escándalo financiero: se le acusaba de haber recibido un préstamo sin interés de un empresario, luego envuelto en problemas judiciales. Bérégovoy era de origen obrero, y toda su vida había constituido un modelo de militante honesto y bondadoso. Además carecía de bienes, y no pudo aportarse prueba alguna de conducta criminal. Su único patrimonio lo constituía la opinión de los otros, no pudo resistir el infierno de la duda y prefirió morir. Era un hombre de los de antes: para él la vida no merecía la pena sin honor.

Vino entonces la hora de los arrepentimientos, y se denunció la actitud de muchos políticos, también periodistas, acostumbrados a medir su éxito por el número de carreras personales capaces de arruinar. Actualmente, las cosas han cambiado tanto que la buena fama ha dejado de cotizar en el mercado. Como los individuos de mérito se refugian en la vida privada, evitando el riesgo de la exposición a los demás, sólo quedan a merced de la crítica las personalidades duras, que están en condiciones de aguantar cualquier cosa. En el siglo XIX, la gente era capaz de dar la vida por una buena frase, incluso por una afortunada exclamación, desde el simple “merde” de los arrojados militares franceses hasta pomposos discursos sobre la patria y la libertad acallados por las balas de los fusileros.

¿Qué es la dignidad? le preguntó Rubachov a un viejo oficial zarista. Y la respuesta: algo que la gente como tú no es capaza de comprender. Hoy día, la inmensa mayoría de los que nos rodean no tiene la menor idea de lo que pueda ser.  Tampoco sabe nada sobre la buena fama o la moral. Vivimos en una civilización relativista para la que no existen conceptos transcendentes, lo único que importa es sobrevivir aunque sea a costa de los demás. Por eso, es posible desarrollar las campañas más sucias contra una persona aun cuando partan de pruebas dudosas o totalmente inexistentes. Si Dios no existe, y tampoco otros valores que los puramente individuales, ¿sobre qué base se juzgará nuestra conducta? En la práctica, sobre el puro y simple provecho personal.

No es nada extraño que nuestros actores sociales se insulten los unos a los otros como vulgares verduleros, verduleras también. Como además la vía judicial carece de posibilidades de ser utilizada con eficacia, todo el mundo se sabe impune. En una sociedad sana, sin embargo, caracteres así quedarían desprestigiados para siempre. En España, no. Todo lo contrario, serán ensalzados por su rapidez de reflejos y capacidad incisiva. La verdad es que son malvados.

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