Pierre
Bérégovoy, primer ministro francés, se suicidó en 1993 empleando la pistola de
un guardaespaldas, como consecuencia de un escándalo financiero: se le acusaba
de haber recibido un préstamo sin interés de un empresario, luego envuelto en
problemas judiciales. Bérégovoy era de origen obrero, y toda su vida había
constituido un modelo de militante honesto y bondadoso. Además carecía de
bienes, y no pudo aportarse prueba alguna de conducta criminal. Su único
patrimonio lo constituía la opinión de los otros, no pudo resistir el infierno
de la duda y prefirió morir. Era un hombre de los de antes: para él la vida no
merecía la pena sin honor.
Vino
entonces la hora de los arrepentimientos, y se denunció la actitud de muchos
políticos, también periodistas, acostumbrados a medir su éxito por el número de
carreras personales capaces de arruinar. Actualmente, las cosas han cambiado
tanto que la buena fama ha dejado de cotizar en el mercado. Como los individuos
de mérito se refugian en la vida privada, evitando el riesgo de la exposición a
los demás, sólo quedan a merced de la crítica las personalidades duras, que
están en condiciones de aguantar cualquier cosa. En el siglo XIX, la gente era
capaz de dar la vida por una buena frase, incluso por una afortunada
exclamación, desde el simple “merde” de los arrojados militares franceses hasta
pomposos discursos sobre la patria y la libertad acallados por las balas de los
fusileros.
¿Qué
es la dignidad? le preguntó Rubachov a un viejo oficial zarista. Y la
respuesta: algo que la gente como tú no es capaza de comprender. Hoy día, la
inmensa mayoría de los que nos rodean no tiene la menor idea de lo que pueda
ser. Tampoco sabe nada sobre la buena
fama o la moral. Vivimos en una civilización relativista para la que no existen
conceptos transcendentes, lo único que importa es sobrevivir aunque sea a costa
de los demás. Por eso, es posible desarrollar las campañas más sucias contra
una persona aun cuando partan de pruebas dudosas o totalmente inexistentes. Si
Dios no existe, y tampoco otros valores que los puramente individuales, ¿sobre
qué base se juzgará nuestra conducta? En la práctica, sobre el puro y simple
provecho personal.
No
es nada extraño que nuestros actores sociales se insulten los unos a los otros
como vulgares verduleros, verduleras también. Como además la vía judicial
carece de posibilidades de ser utilizada con eficacia, todo el mundo se sabe
impune. En una sociedad sana, sin embargo, caracteres así quedarían
desprestigiados para siempre. En España, no. Todo lo contrario, serán ensalzados
por su rapidez de reflejos y capacidad incisiva. La verdad es que son malvados.
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