martes, 17 de abril de 2007

El retorno de los brujos

A mediados de los años sesenta, apareció en las librerías europeas un espléndido relato de Pauwels y Bergier, “El retorno de los brujos”, que pretendía poner en cuestión una certeza de siglos: la de que el mundo era cognoscible mediante la ciencia. Nos enteramos así de que en la culta Alemania habían bastado los años del nazismo para sustituir un universo cultural que había llegado a su cénit con Kant y Hegel por otro, de carácter esotérico, en el que sólo lo irracional era creíble. No es ya que Himmler se dedicase a investigar sobre el Santo Grial por antiguas abadías españolas, todo el ideario nacionalsocialista pareció contagiarse de la locura.

Durante un tiempo, una extraña explicación del universo, la de Hans Horbiger, llegó a convertirse en artículo de fe en el cosmos germánico: la historia de la Tierra no podía comprenderse sin su relación con la Luna, mejor dicho, de las varías Lunas pues habrían existido muchas, cuerpos astrales captados por la fuerza de gravedad terráquea, girando en nuestro alrededor por los siglos de los siglos hasta colisionar. Cuando se produce el choque, el silencio se extiende hasta que un nuevo astro es atraído y el ciclo vuelve a comenzar. El devenir del hombre estaría ligado a este proceso, pues cuando la proximidad es más grande se desarrollarían civilizaciones de gigantes, la más alta expresión de la cultura y el refinamiento, conscientes de que el fin estaba próximo a llegar.

Habían bastado menos de veinte años para que un esfuerzo iniciado con Newton, Descartes y la racionalidad se borrase de las conciencias. Y millones de personas vivieron en un universo que no se movía con arreglo a criterios de carácter lógico. No podía ser más sorprendente si se tiene en cuenta que, desde hacía siglos, la dirección del pensamiento parecía marchar en sentido contrario. El esfuerzo de la Ilustración había perseguido desencantar un mundo que, hasta entonces, había estado lleno de mitos y brujas que campaban por el mundo con entera libertad. La Historia no era lineal, no existía el progreso pues todo se repetiría una y otra vez en forma cíclica por los tiempos de los tiempos.

La Revolución francesa destruyó a sangre y fuego la superstición y la magia: Todo era susceptible de explicarse de una manera mecánica pues la generalidad de la materia, también los individuos, puede ser entendida con arreglo a normas, a leyes matemáticas. Había grandes motivos para el optimismo, y efectivamente, a lo largo del siglo XX, la creación del Estado del Bienestar parecía a punto de conseguir el más bello sueño del Marqués de Condorcet, uno de los más brillantes revolucionarios girondinos: la inmortalidad. ¿O es que los avances en la lucha contra la enfermedad y la biotecnología no van encaminadas a ella? Lamentablemente, alcanzado todo esto, la civilización occidental aparece ahora infectada por un virus enormemente contagioso, que se ha dado en llamar posmodernidad. Da la impresión de que la locura vuelve a revivir.

No se trata de que Horbiger resurja acompañado de relatos fantásticos como el de Los Nibelungos. No, es algo distinto: los pensamientos fuertes, el marxismo el último de ellos, se han marchado para no volver. Ya no existe un método con arreglo al cual distinguir unos axiomas de otros, todo es posible, incluso lo más disparatado. Ciertamente, podría decirse que, al desaparecer los paradigmas, se ha ganado en libertad intelectual, extendiéndose la tolerancia con las ideas de los demás. Sin embargo, el fin de las certezas puede generar enormes peligros. Si ya no se sabe lo que es bueno o malo, justo o injusto, progresista o reaccionario, ¿cómo actuar?

En lo que respecta a la política, a la vida de la ciudad, el riesgo se encuentra entonces en plegarse a las reivindicaciones continuas de las masas como si hacerlo fuera señal de modernidad y liberalismo. Es muy sencillo, si de lo que se trata es de ocupar el poder, y cuanto más tiempo mejor, lo que se perseguirá es que la gente esté contenta. Los programas a largo plazo, sobre todo si implican sacrificios, desaparecen y el Estado se dedicará a proporcionar regalitos a sus súbditos: eliminación del servicio militar, declaraciones de paz perpetua, matrimonios de homosexuales… ¿Quién da más? Albert Camus había dicho que “los hombres mueren y no son felices”. La historia actual parece desmentirlo, la vida se ha convertido en una fiesta.

Merecería la pena, sin embargo, ser algo prudentes. No es la primera vez que esto ocurre, todos sabemos que en la antigua Roma el “pan y circo” fue el objetivo deseado por los gobernantes para sus relaciones con el pueblo. La tentación es clara: si el Estado es poderoso estará en condiciones de repartir dádivas, cuanto más mejor porque, entonces, ¿quién protestará? Pero cuando se elimina el sentido de la responsabilidad y la idea de sacrificio personal, la feria termina: los bárbaros están siempre cerca, al otro lado de la frontera.



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