Cuenta Mohamed Charfi en su excelente libro Islam y Libertad que para los integristas “Occidente se habría convertido en una sociedad de homosexuales y lesbianas. Un mundo hediondo que habría urdido una conspiración contra el Islam al intentar sembrar los gérmenes de su cultura en nuestra casa, a través de unos intelectuales occidentalizados que pretenden que el Corán también contiene democracia y derechos humanos cuando es totalmente incompatible con ellos”. Ciertamente, podría parecer simplificador pero nos proporciona una guía de lo que viene ocurriendo en política internacional en los últimos años.
El erudito árabe Hichem Djait lo habría explicado perfectamente en Europa y el Islam al señalar que lo característico de la cultura musulmana es su fascinación por la divinidad. Por mucho que la ciencia europea haya penetrado en el análisis del mundo físico, el problema para el Islam se encuentra en la real necesidad de su conocimiento: “Dios habló. Después se hizo el silencio en un mundo huérfano de Dios; habría que estudiar el Libro, porque es más bello y sublime que el mundo, porque representa la huella de una aparición fugitiva de Dios”. Las sociedades temporales no tendrían ningún sentido, entre otras cosas, porque la idea de progreso no habría figurado jamás en el plan de Alá.
En consecuencia, todo sistema construido sobre la base de la soberanía de los pueblos, y con el objetivo de conseguir su felicidad, constituiría una blasfemia pues deificaría al hombre, olvidándose de Dios. El lenguaje de los integristas es, en consecuencia, apocalíptico, rechazando todo intento de racionalidad. ¿Para qué? La razón constituiría un instrumento más de Occidente en su lucha contra el Islam. Se explican así las palabras del portavoz de Hamas, ante el asesinato de Ahmed Yassin: “el crimen ha abierto las puertas del infierno. No están declarando la guerra a los palestinos, lo hacen a los árabes y musulmanes, a todos nosotros”.
Desde luego, Ahmed Yassin, con independencia de su torpe asesinato por los israelíes, constituye un espléndido símbolo de la cosmovisión islamita. Se trataba de un personaje ciego, sordo y paralítico. ¿Qué visión de la realidad podía tener un personaje así? Su mundo de sueños podría ser todo lo hermoso que se quiera, pero si pretendiera dirigir a su pueblo por los senderos de la política correría el serio riesgo de llevarlo hacia la locura. Y, sin embargo, para un importante sector del pueblo palestino constituía un importante guía, y no sólo espiritual.
En el fondo, no estamos preparados para lo que se nos avecina. Durante los últimos cien años, hemos vivido en un mundo conforme a reglas, las de la razón. Por eso, hasta el terrorista, por anarquista que fuese, era previsible. Ciertamente, generaba violencia y podía incluso matar pero sus actos pretendían justificarse por la bondad de sus fines terrenales: su objetivo era construir una humanidad mejor. En consecuencia, sus acciones eran selectivas pues entendía que el pueblo debía ser su único aliado. Además, rechazaba el suicidio: ¿no era la felicidad lo que se pretendía?
Desde el momento en que es posible matar en nombre y en beneficio exclusivo de Alá, la vida personal carece de sentido. Cuando ingenuamente creíamos que el destino del hombre era el progreso indefinido, y podíamos alcanzar las estrellas y la inmortalidad, volvemos a la Edad Media. No deja de ser un horrendo despertar...
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